De la invención del individuo a la irrupción del inconsciente - El vaciamiento del sujeto y la simplificación del objeto


El vaciamiento del sujeto y la simplificación del objeto.

La intangibilidad del individuo, que surge en la época de la guerra de los 30 años, puede alcanzar su extensión máxima trescientos años después, no sin invenciones de derecho absolutamente incongruentes con lo que había sido la construcción jurídica de la modernidad.

La guerra de los 30 años culmina con la paz de Westfalia. Fue una guerra que si bien se da en el centro de Europa, involucró a todos los países europeos. Cerrando el ciclo de las guerras de religión, nominalmente se desarrolla entre los estados alemanes, unos católicos y otros protestantes. La introducción del calvinismo planteó problemas adicionales pues no había sido leída o incorporada como un tercero por ningún discurso. Pero esta guerra sirvió como hervidero de la modernidad. Se sucedieron paradojas como el hecho de que Francia, "la hija primogénita de la Iglesia", interviniera a favor de los protestantes, con ello se puede comenzar a captar cómo la guerra de religión se está transformando en la primera guerra europea entre estados nacionales.

Este tipo de guerras que devastan a Europa y sus áreas de influencia durante toda la modernidad, tiene su culmen en 1914 con el desencadenamiento de la Gran Guerra. Es la guerra que se hace por intereses nacionales desnudos. Hasta comienzos de la modernidad, incluyendo las guerras de religión, las guerras eran guerras justas y santas. Esto no implica que no hubiera intereses en las guerras de la Edad Media, pero el argumento central para hacerlas eran las ideas de justicia. Con la guerra de los 30 años, la justificación de la guerra se simplifica.

Los intereses comerciales toman la escena. Así, Francia entra en la guerra a favor de los ducados protestantes de Alemania, España entra en la guerra para apoyar a los católicos alemanes. Una guerra mundial del siglo XVII, porque llegó a tener escenarios en colonias de ultramar de estos países, por ejemplo en el océano Pacífico.

Con la paz de Westfalia se establece por primera vez un orden internacional que reconoce la soberanía de los estados nacionales. Hasta ese momento de la incipiente modernidad, uno era leal a una determinada corporación. A partir de este momento uno tiene que ser leal al estado al cual uno pertenece, más allá de las lealtades corporativas o religiosas.

Otro rasgo de la guerra de los 30 años es que utilizó mercenarios en escala masiva. Los duques y los príncipes quiebran los juramentos de lealtad y de homenaje que organizaron los vínculos sociales y políticos de la edad media. Un mercenario es alguien que mira por sí mismo. Parece una contradicción la emergencia masiva del mercenario al mismo tiempo que la lealtad al propio estado, pero veremos que esto no es necesariamente así.

Cuando Hobbes, en esa misma época, nos plantea la fundación del estado moderno como una renuncia al uso privado de la violencia en favor del príncipe, podemos interpretar esto como una libertad negativa. El pacto social moderno consiste en el acto de un individuo, no de una corporación, no de un conjunto de personas que pertenecen a una tierra, a una raza, a una religión, que son leales a un duque o a un obispo. Un individuo para poder entrar en un pacto nacional tiene que renunciar individualmente al uso de la violencia.

Esto simplifica el pacto a un acuerdo entre el individuo y el estado. La corporación, la casta, la familia o la gens del Imperio Romano, que habían cedido su soberanía sobre sus miembros para que se convirtieran en soldados, son puestas de lado. Se le supone a cada individuo un grado de responsabilidad tal que se hace posible pensar que renuncia al uso de la violencia en favor del estado, o que utiliza la violencia en favor de este como conscripto.

Descartes tiene sus famosos sueños donde se le revela lo que va a desarrollar como pensamiento, participando en la guerra de los 30 años. Vuelve de la guerra enfermo. Parte de su vida transcurre bajo el impacto de haber sido tocado en su cuerpo como consecuencia de su participación en esa guerra. Cuando vuelve de ella, comienza un periplo por diferentes partes de Europa.

De modo que la intangibilidad del individuo está sucediendo no solamente en las Meditaciones Metafísicas en 1641, sino desde la guerra de los 30 años con la contratación masiva de mercenarios. El mercenario se hace contratar individualmente por un príncipe y mañana puede estar perfectamente en el bando contrario. Es una época de escandalosas traiciones y cambios de bando, pues lo que está pasando es la explosión del individuo.

La guerra funciona como un síntoma, como la fiebre de una causa que está sucediendo en otro nivel, de un cambio de discurso. Nuestro discurso no sería posible si no se hubiera inventado la responsabilidad individual, la renuncia a la violencia o la posibilidad de venderla al mejor postor en un pacto individual. El tema de El Malestar en la Cultura es que uno renuncia a la satisfacción de sus pulsiones y el problema de en qué se convierte eso. Lo que el psicoanálisis muestra es que renunciar al goce tiene un precio para el individuo y para la sociedad. Así, en el siglo XIX, ciento cincuenta años después de la guerra de los 30 años, están las epidemias de nerviosidad, todo el mundo estaba enfermo y nadie sabía de qué. Ya no se podía decir que estaban endemoniados y la recién nacida medicina clínica no podía articular bien de qué se trataban esas enfermedades, porque no había ni un agente infeccioso ni ningún órgano que estuviera fallando realmente.

Las trataban en el mejor de los casos con balnearios, si no se prescribían los tratamientos brutales con los que se trataba a las histéricas. No tenían idea de lo que estaba pasando. Era el producto de una renuncia masiva al goce para hacer posible la invención del individuo y del estado nación. La guerra para ese momento se había convertido en guerra civil y el individuo estaba sometido a la presión de por primera vez estar solo consigo mismo. La noción misma del proletario de Marx que aparentemente es libre para vender su fuerza de trabajo en el siglo XIX, la encontramos cabalgando entre el siglo XV y XVI con la masificación del mercenario.

La genealogía del discurso psicoanalítico pasa por captar esta inversión en la cual el individuo, como dice Nietzsche en La Gaya Ciencia, pasa de ser un castigo a un ideal. El individuo había sido un castigo, dejarlo a uno solo con su individualidad fuera de los vínculos sociales, como en el ejemplo del ostracismo. O lo que descubre Levi-Strauss sobre la eficacia simbólica de la maldición. Un brujo maldice a un miembro de una tribu y ese alguien se muere. Porque nadie lo toca ni lo mira, su sustrato biológico colapsa bajo el peso de la condena simbólica.

EL individuo como ideal no deja de crecer hasta imaginarnos y pensarnos como una sociedad de individuos, sea a lo Rousseau como un contrato social o a lo Hobbes como una renuncia a la propia libertad en favor del príncipe o del estado. En cualquier caso siempre es el individuo quien decide. La Ilustración redobla este corte, esta ruptura.

Que el individuo era un castigo puede verse todavía en Shakespeare, Romeo y Julieta se publica en 1599. Ahí vemos el castigo que se le da a Romeo, porque no termina de aceptar renunciar a la violencia en favor del príncipe. Hay dos familias que siguen funcionando según la lógica anterior, donde son leales a sí mismas hasta la muerte, y no al orden civil. El amor entre Romeo y Julieta va en favor de la ley nueva y transgrede la ley de las familias. La lealtad a la gens se opone a la lealtad a la ley del príncipe. Se enamoran uno del otro sin saber quiénes eran. Una hamartia, un error trágico que da en el blanco. Esa hamartia sella la instauración de la nueva ley de manera definitiva, y detiene la guerra de clanes. Si vas a hacer la guerra lo haces por el príncipe, individualmente, con un pacto de lealtad a una entidad más abstracta.

Pero esta renuncia va a parar a alguna parte, pasa por una inversión del objeto. En las Meditaciones vemos esto. En la primera Meditación, Descartes toma el mazo de la duda escéptica y comienza a darle a los fundamentos de lo que lo hacen pensar de tal manera. A los sentidos es relativamente más sencillo golpearlos. Descartes que viene de ser iluminado por sueños, utiliza el sueño para desmentir a los sentidos. La razón implica la posibilidad de que Dios esté engañando, y con el recuerdo de Galileo y Giordano Bruno fresco, Dios se desplaza al genio maligno.

La primera meditación culmina con este “y no podrá imponerme nada y aunque no sepa nada al menos sabré que nadie me está engañando”. La intangibilidad del individuo no es algo en lo que uno es pasivo con respecto a sus propios derechos, sino que uno dice “tengo derecho” frente al estado, frente a la corporación, frente a la maquinaria. Implica una chispa de dignidad en la cual uno se sostiene para oponerse.

Esta chispa muestra que el discurso es implacable desmintiendo la igualdad abstracta de la intangibilidad del individuo, porque no valemos todos lo mismo. Hay que esperar a ver cuándo se toca algo o alguien que se pensaba intocable. No hay manera de saber cuándo va a suceder esto, pero cuando sucede se devela un funcionamiento maquinal que se daba como parte del funcionamiento del mundo. Es lo que pasó con el #MeToo. Una respuesta sobre algo que se sabía, que era obvio, que todo el mundo sabe cómo funcionaba. Un secreto a voces y de pronto se transmutan los valores y se hace insoportable, hay una avalancha. La calculadora no puede calcularlo todo, y la gente puede por momentos dejar de comportarse como un engranaje. A partir de allí viene un descalabro y un reajuste de la máquina. Eso hay que aprovecharlo cuando sucede, al menos para imaginarse en qué consistiría la libertad.

Es lo mismo que pasa con la interpretación analítica. Según Freud el inconsciente quiere ser dicho y con eso cuenta el analista. Cuando aparece el significante que escapa a la represión, por ejemplo en el lapsus, ahí uno aprovecha el momento. Parte de la genealogía del analista implica a un cazador, que acecha, no como un tigre, sino como una araña. Tendemos la red y esperamos que caiga. Tejemos la red tanto para la demanda como para la aparición del inconsciente. La asociación libre es tejer la red para propiciar la avalancha.

En la segunda meditación Descartes articula el “pienso” mediante un vaciamiento del sujeto y una simplificación del objeto. En la primera meditación dice “Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, creeré que sin tener sentidos doy falsamente crédito a todas estas cosas.” En la segunda meditación avanza en este vaciamiento, es un resultado de la duda, que ha demolido los sentidos y lo que creía saber a partir de la razón.

En la positividad del texto dice “yo soy, yo existo, mientras lo estoy pronunciando o concibiendo en mi espíritu”, por ello Baaz y Zalozyc en “Descartes y los fundamentos del psicoanálisis” dicen que él fundamenta su ser en un significante. Ese broche es un acto, no una deducción lógica. De “dudo” puedo deducir que “pienso” porque la duda es una clase de pensamiento. Pero si de “pienso” deduzco el enunciado “soy” no significa que soy, significa que hay un enunciado que dice “soy”. El salto que recubre el enunciado “soy” con el ser efectivo de quien lo enuncia, constituye un acto. Como la prueba ontológica que usa en la tercera meditación, pues se trata de una prueba ontológica acerca de él mismo, en la cual saca de un enunciado su propio ser.

De decir “pienso” deduce que es. Realmente solo puede llegar a deducir que hay una cosa que piensa, pero la trampa es convertir la cosa que piensa en el propio ser. El psicoanálisis hace la subversión de esa trampa. Esto al mismo tiempo está en las antípodas de nuestro discurso y es su presupuesto: que alguien crea que es eso que nos está contando. Descartes muestra cómo hacer un acto, sin quedarse en la denuncia de la mentira del ser a partir del discurso, o en el silencio escéptico.

La prueba ontológica de San Anselmo es un truco de palabras según el cual lo verdadero, lo bello y lo bueno, que constituyen el núcleo del ser, se conforman en la norma de todos los atributos que se le puede dar a lo que existe. Como Occidente no es dualista, no existe la cualidad de lo “feo”, sino la ausencia de la cualidad de lo bello.

El diablo no es el equivalente de Dios, como en algunas religiones orientales donde hay un principio del mal y un principio del bien, y cuyo mecanismo tiende al equilibrio. En occidente existe el menos y el más de una cualidad. De cada proposición se podrá decir que es más o menos verdadera. Esa escala tiene un tope en el ser mismo de lo bello, lo verdadero y lo bueno. Si de cada cosa puedo imaginarme que hay algo “menos bueno” o “más bueno”, hay un punto en el que no puedo decir de algo que hay algo mejor, según San Anselmo este tope lógico constituye la prueba de que Dios existe.

Eso es un truco que no se creyeron ni los escolásticos y que Descartes saca del basurero de la historia y lo convierte de nuevo en la prueba de Dios. Lo hace a sabiendas de que falla. La existencia de Dios no se prueba racionalmente, se llega a un punto en el cual hay un salto que se llama fe, que no es ni siquiera un acto del individuo, sino un regalo de Dios. “La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven.” (Hb. 11,1), es decir, es como un anticipo de la vida eterna que entrega Dios a quien quiere.

Descartes dice: como me equivoco tanto, pero tengo la idea de lo perfecto, no me la puedo haber imaginado, lo verdadero debe existir y eso es Dios. Asimismo, el acto del “pienso” es un punto final que se realiza para no ocuparse más de ese asunto. “Qué he creído ser pues anteriormente, sin dificultad he pensado que era un hombre. Y ¿qué es un hombre? ¿Diré que es un animal racional? – nada menos y nada más que la definición aristotélica – no por cierto, pues tendría que indagar luego lo que es animal y lo que es racional”. Es decir, no se va a meter de vuelta en el camino escolástico. Hay que parar. Para eso es ese acto. Hay que partir de aquí para otra cosa. Si no, sigue en la metonimia escolástica de la definición de la definición.

El planteamiento de Descartes consiste en constituirse como un ser vacío, “no quisiera abusar del poco tiempo y ocio que me quedan empleándolo en descifrar semejantes dificultades”. El vaciamiento del sujeto implica que solamente es un puro espíritu, que no se sabe bien qué es pero que está en relación con la palabra “pienso”.

La simplificación del objeto se capta con el experimento de la cera. Consiste en llevar un objeto de su supuesta realidad a su existencia lógica. Recorre un trozo de cera con los cinco sentidos. Cuando se lo acerca al fuego todas las distinciones de los sentidos desaparecen, pero queda la cera. La percepción no es una visión, ni un tacto, es una inspección del espíritu. Esto que se lee normalmente como que Descartes es un racionalista muestra lo que el discurso de la ciencia estaba redescubriendo en ese momento: que lo verdaderamente objetivo es la cifra a la que queda simplificada la experiencia de la cera.

Por esa concepción de la cera, vuelve a sacar el fundamento de que existe. Esa simplificación es la misma que se le otorga al analizante al final de una sesión, para que se reconstituya a partir de allí. Obtiene así un ser evanescente a partir del objeto simplificado.

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