sábado, 13 de julio de 2019

El sacerdote ascético, el político populista y el psicoanalista


Supongamos que existe una figura llamada “el político populista”. Sigamos los pasos de Nietzsche cuando en La genealogía de la moral se ocupa de ese fantasma que lo persiguió toda su vida, siendo hijo de un pastor, que él llamó “el sacerdote ascético”. El sacerdote ascético aparece en todas las culturas y Nietzsche se pregunta por qué. Según él, el sacerdote ascético existe porque los pobres, los enfermos y desarrapados de la tierra se preguntan en un momento “¿por qué soy así?”, y para que no molesten el desarrollo de “la especie” surge esta figura que les da una explicación a su misterio. “Es tu culpa”, les responde. Esa es toda su eficacia. Culpabiliza al que salió perdiendo, para que no contamine el funcionamiento general, para que “los nobles” sigan con lo que sea que están haciendo y que creen que está bien. Una vez que el pobre y el enfermo reciben y asimilan su culpa, el sacerdote ascético les da los medios para hacer algo consigo mismos: los pone a rezar, a mortificarse a sí mismos, les prescribe ritos que les evitan pensar en su condición; les promete que si se portan bien y no vuelven a hacerlo ⎯¿pero qué fue lo que hicieron?⎯ mañana tendrán un premio. La vida que es poco atractiva para ellos se hace un tránsito necesario, una “prueba”. Les da una “verdad” qué descubrir y con la cual entretenerse.

El político populista toma el relevo, pero como nada cambió, como sigue habiendo perdedores de la historia, pobres, enfermos y desarrapados, entonces surge la pregunta de nuevo “¿por qué soy así?”. Lo nuevo desde hace más o menos dos siglos es que este personaje les responde “la culpa es de ellos”. Contra “ellos” los organiza, les da un oficio, los levanta en armas, les dice que el mañana es posible en esta vida, sólo hay que “cambiar” las cosas. Denuncia la “verdad” que con tanto esfuerzo había construido durante milenios el sacerdote ascético y les propone que en vez de esta verdad, hay que venerar la propia fuerza del colectivo que constituyen.

El político populista se monta sobre esta ola de resentimiento y destruye algunas cosas que habían sido tenidas por sagradas. Pero sigue la miseria, entonces hay que seguir destruyendo. Finalmente, en un momento cumbre, las promesas se revelan como ilusiones y entonces el rebaño observa cómo el nuevo salvador está gordo y opulento y la vida de los demás es, en el mejor de los casos, igual, aunque muchas veces peor. Entonces es interpelado en el juicio popular y le preguntan “Pero, ¿cómo es que seguimos igual o peor?”. Y adviene el momento cumbre del político populista, ahí donde se ve que en el fondo no es más que un entertainer: “Es que ustedes no interpretaron bien lo que yo quería decir, no siguieron bien mis planes, ustedes con su torpeza arruinaron el maravilloso proyecto que teníamos”. Al tener todo el poder y un culpable a la vista, la carnicería con la cual habían gozado haciendo pagar las culpas a “ellos”, se vuelve contra “nosotros”. La culpa vuelve donde la había llevado el sacerdote ascético, pero no hay ya una verdad qué descubrir. Todo se ha revelado. Luego hay una época de respiro en la que se agradece estar vivos. Una época de disimulo y sospecha generalizada, de terror y de no levantar la voz.

Hoy el sacerdote ascético sigue cumpliendo su papel de una manera discreta. No está tan lleno de gloria, y la Iglesia Católica eligió como Sumo Pastor a un hombre que, según el humor con el cual se levante, se comportará como un simpático y regañón sacerdote ascético o como un encantador y hábil político populista.

Esta doble condición del Papa nos dice que en nuestra época nació el político populista para compartir el trabajo con el sacerdote ascético o para desplazarlo, pero que en todo caso llegó para quedarse.

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También en nuestra época emergió el psicoanalista. No culpabiliza al doliente como el sacerdote ascético, pero tampoco le extrae la culpa para construir un otro malvado, como hace el político populista. Uno de los gestos fundantes de esta nueva figura es tomar a esta joven mujer, sin poder, intercambiada por su propio padre en un inclemente mundo de hombres, fascinada por la otra mujer y responderle “¿cuál es tu responsabilidad en el desorden del mundo del cual te quejas?”.

Si ella tiene una responsabilidad no puede hacer rebaño con ella, no puede identificarse más como víctima entre las víctimas, no puede eludir que implica una ganancia. Si hay un mañana para ella pasa por destruir algo, por subvertir las condiciones que contribuyó a construir y por crear nuevas condiciones para su satisfacción. Pero no puede esconderse detrás de un grupo para vengarse de su padre o del enamorado que la acosó en la casa del lago. Ni siquiera tendrá la coartada de identificarse con la otra “víctima” de esta opereta, esa señora blanquísima a quien en secreto ama. “Donde ello era, debo advenir” es la máxima que resume el empoderamiento que el psicoanalista le ofrece.

La respuesta que mis colegas sostienen en Venezuela, pero que los trabajadores de esta causa sostenemos ahí donde nos encontramos, es la respuesta específica frente a lo insoportable que se está volviendo el campo de la cultura en tanto que adviene un campo de palabra vacía.

En los márgenes del rebaño que se arremolina alrededor del sacerdote ascético o del político populista, acecha el psicoanalista para darle la opción a la oveja extraviada de que siga el camino de su propio extravío. Así no habrá necesidad para ella de “nobles” a quienes defender a costa de hacerse daño, como si ellos supieran cuál es el orden natural del mundo, ni tampoco de salvadores que le den permiso para asesinar al culpable de que todo ande jodidamente bien. Es su nobleza incomparable lo que encontrará en el lugar mismo donde antes emergía la pregunta lastimera “¿por qué soy así?”
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Hay una nueva figura que está en ciernes. Una especie de político realista, pero apegado a las ficciones fundamentales que nos legó la modernidad. El sacerdote ascético no lo toma en cuenta, su trabajo milenario no ha cambiado y no va a cambiar pronto, además no quiere otra guerra contra la ilustración. El político populista le odia y le teme hasta burlarse de él, cuando tiene la menor oportunidad lo saca del juego, no puede creer que en el momento de su triunfo aparezca algo a hacerle sombra. Un psicoanalista lo mira con cierta desconfianza, se parece demasiado a Alcibíades, pero podría pactar con él para preservar la causa psicoanalítica.

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