jueves, 1 de septiembre de 2022

La piedra, el lagarto y el vaso

 

Estos no son los tres de Freud, ello, yo y superyó, con los que se casó al final a despecho de Lacan. Ni tampoco los tres de Lacan, real, simbólico e imaginario, con los que se separó de Freud en Caracas, al mismo tiempo que le hacía juramento de homenaje. Estos son los tres de Heidegger, retomados por Miller al final de su seminario “La experiencia de lo real en la cura psicoanalítica”. 

La piedra, es el cuerpo real. El goce del cuerpo real es sin mundo. De él no podemos saber ni el por qué, pues es autocausal, al menos en un segundo momento después de la causa significante; ni el cuándo, porque emerge sin ton ni son; ni el cuánto porque al decir de Freud es un factor cuantitativo que no se puede medir y es como un número primo. Es como la materia oscura en la astronomía que no se sabe qué es, ni de qué está hecha, pero tiene efectos que se pueden constatar. 

Su sonambulismo, que sería absolutamente sin rumbo de no ser por su querer conservar la vida y transmitirla (esto es una tesis fuerte que Miller esboza en la parte del seminario sobre biología lacaniana), deja trazos en el cuerpo imaginario como afectos y apetitos y en el cuerpo simbólico como formaciones del inconsciente y síntomas. Al ser sin-mundo, es del orden de lo Único, donde no hay relación sexual. 

En la próxima semana del autismo tendremos chance de seguir trabajando sobre quienes eligen una organización sostenida el cuerpo real. 

Sobre esta piedra se posa el lagarto, el cuerpo imaginario, que despliega su apetito sobre objetos indiferenciados. El goce del cuerpo imaginario es inmundo. Podemos captarlo con mucha claridad en la clínica de las compulsiones. Es cierto que hay rasgos que encienden el cuerpo con mayor intensidad, pero lo que es propio de la compulsión sexual o de las toxicomanías, es que, si se espera un poco, cualquier cosa sirve su propósito. Cualquier prostituta, cualquier pene, cualquier aguja... Siempre es uno que puede ser cualquiera. 

Para el lagarto existe la relación sexual como apetito de apareamiento, es decir, como emparejamiento especular, dependiente de determinadas imágenes primordiales. En una época el psicoanálisis se ocupó profusamente de esto en los hablantes, que Lacan nos lo haga olvidar no nos exime de nuestro deseo de olvidar. Por lo menos nos dejó para siempre el estadio del espejo como un monumento al lagarto. Esto es desarrollado por Miller de manera erudita con una lectura de miras amplias sobre el psicoanálisis de los años 20, cuando se desarrolló el concepto de carácter para oponerlo, como efectivamente en la práctica se manifiesta en oposición a la regla técnica fundamental. 

El vaso es el cuerpo simbólico. El goce del cuerpo simbólico es El mundo. La piedra es horadada por el significante haciendo una letra, que es la base material de la cadena significante y en ese agujero el logos hace advenir el mundo y la verdad. Además, singulariza la piedra, y desarregla tanto el modo como el lagarto se posa sobre ella como sus apetitos. 

La clínica de los trastornos de alimentación muestra muy bien este cuerpo-vaso que se llena hasta rebosar, que se vacía o que se mantiene vacío hasta la aniquilación del soporte biológico si es preciso. 

En este nivel el goce de la relación sexual existe como hacer calzar las clavijas con los agujeritos, lo que exasperaría más al obsesivo y asquearía más a la histérica, de no ser por la metáfora del amor, dónde el objeto indiferenciado del cuerpo imaginario aspira a hacerse único, apuntalándose en una lógica de llave-cerradura, que, acogiendo así el eco del cuerpo real, erige para su propósito delirante al cuerpo simbólico del Otro. 

La concatenación de los cuerpos tiene como soporte la cadena significante como su medio para delirar la sexuación del cuerpo y tiene como producto al Uno que, al caer de la cadena significante, horada y constituye al cuerpo real, desarreglando e individualizando al cuerpo imaginario. 

Entonces está en primer lugar la piedra, lo Único, que existe sin mundo; en segundo lugar, está lo uno de la imagen primordial que despierta el apetito indiferenciado del lagarto; y está el Uno que cae de la cadena significante, haciendo de una piedra un vaso... y una piedra. 

Todos estamos al tanto de los acontecimientos que se desarrollan en el desierto de Mojave. Esas piedras que se mueven solas son algo que debe concernirnos y preocuparnos. En un valle de la muerte, lo mineral parece animal. 

Se las ha exorcizado, se les ha rezado, se las ha puesto como evidencia de actividad extraterrestre. Pero para nuestra tranquilidad ya la ciencia tiene una explicación de este fenómeno que evacúa el misterio del mundo: Se desplazan sobre el agua que se derrite de delgadas capas de hielo que se forman debajo de ellas, el viento las empuja y los accidentes del terreno determinan sus recorridos y sus trazos ilegibles, su litura-terra. 

Escriben solas, mudas, para nadie. Navegan sin leer las estrellas. No les hace falta un psicoanalista que lea los trazos que van dejando. ¿Por qué el piedrablante sí parece beneficiarse de eso y, a veces, hasta solicitarlo? 

Y, con respecto al psicoanalista, ¿qué clase de deseo es este que esfuerza a quien lo soporta a reducir a su semejante a su ser piedra-sin-mundo? ¿Cómo bascula él mismo entre su ser piedra-sin-mundo, que es a lo que le lleva su análisis, y su oficio de lector de los trazos de otros piedrablantes? 

Para abordar estas preguntas en un seminario de formación que trate sobre el goce, hace falta que hagamos una lectura detenida de la parte intermedia del seminario de la Experiencia de lo Real, donde Miller desarrolla una clasificación presentada por él mismo como inconsistente, sin cortes definitivos, pero que nos permite una orientación con relación a la pareja de conceptos goce y real que se nos oponen en cada momento importante tanto de la vida institucional como en la práctica que hacemos hoy del psicoanálisis. 

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