domingo, 29 de mayo de 2016

En la ciudad que no existe.

Conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello el 27 de mayo de 2016 denominada "El amanecer de lo singular en la ciudad que no existe".

Creo que Lacan decía que no había que hablar mucho sobre el discurso del capitalismo. Que lo que se hace con eso es reproducirlo. Y se habla mucho. Los lacanianos tenemos responsabilidad en eso. Sobre todo los que nos ubicaríamos a la izquierda. Tal vez sea un remanente de la ilusión freudomarxista de complementar el análisis ideológico de la dominación con la emancipación individual. Uno esperaría que los lacanianos estemos en guardia frente a estas ilusiones. Entonces se da vuelta y vuelta, se produce lenguaje y más lenguaje. Es parte de la inevitable debilidad mental. Cuando se publique la tesis de maestría de la profesora Kaira Gámez, se podrán dar un paseo sobre este tema.

Ya hace casi cuatro años que salió mi primer libro llamado “Sujeto, Capitalismo y Psicoanálisis”. Se trató del producto de una investigación en un intersticio. En una grieta del discurso universitario que todavía está ahí. Una línea de investigación en “Psicoanálisis y ciencias sociales” coordinada por mi colega Susana Strozzi. Ahí traté de ubicar al discurso analítico en el movimiento más general de la historia de las ideas. Se trataba de dar legitimidad al movimiento que me había llevado de las ciencias sociales al psicoanálisis, de una manera que fuera lo más honesta posible, pero que no se preocupara demasiado por el problema de la humildad.

Intenté postular la emergencia del discurso psicoanalítico como algo que concierne no sólo a las escuelas de psicología, donde si es que se lo incluye en el programa se lo ubica como una “corriente” entre otras, o como una mención que no se menciona, o mezclado en esa ensalada que llaman psicología dinámica. En contraste con esto intenté ubicarlo como un gran acontecimiento que concierne al conjunto de las ciencias humanas y que nuestras academias han dado por despachado, en una historia de la cual los mismos psicoanalistas no pueden desembarazarse tan fácilmente.

Un acontecimiento que dio a luz a un discurso lo suficientemente específico como para que se lo pueda distinguir de cualquier otra aproximación al sujeto, de modo que ya esta categoría adquiere un estatuto totalmente nuevo precisamente a partir de su descentramiento, que concierne al descubrimiento de los efectos que el hecho de hablar y habitar una lengua tienen sobre él. Es decir, a partir del descubrimiento del inconsciente por parte de Freud.

Ciertamente la obra de Lacan contenía los elementos más que suficientes para permitirme esta tentativa. Pero tenía que ir a mostrar la displicencia con la que la universidad venezolana había tratado este acontecimiento, salvo honrosas excepciones. Por ello fui a las obras de inicio de Freud, donde el psicoanálisis se desgaja del resto de la historia de las ideas. Todo el primer capítulo está redactado de modo que casi puede escucharse: “Pero si lo saben, por qué no lo dicen”.

El segundo capítulo organiza en un modelo estructural la posición distintiva del psicoanálisis como respuesta a la imposibilidad de curar, que se encuentra en los límites de la medicina moderna y el nacimiento de la clínica. Finalmente el tercer capítulo quiere mostrar la fuerza de este nuevo discurso para interpretar nuestra época.

Claro que esto se hizo como respuesta a ese no darse por aludido que muestra al psicoanálisis como algo que sucedió hace mucho tiempo, y que ha sido superado no se sabe por qué resonancia magnética del cerebro, gimnasia mental o subrogado de la compasión religiosa, estrategias que maquillan el síntoma hasta hacerlo irreconocible y apaciguar así a quien lo padece.

Dar con la clave, con la llave para orientarse en lo que sucede es lo que el psicoanálisis le brinda a quien acude a su tratamiento. Sin olvidar que se trata siempre de una lectura de alguien, extraer esas claves nos permitiría orientarnos no tanto para entender o saber más de qué se trata, como para actuar en consecuencia. Reducir la profusión de sentido a unos cuantos rasgos muy precisos, organiza el campo y reduce el tiempo para comprender, permitiendo la emergencia de momentos de concluir.

Y es allí donde entra discretamente el concepto de capitalismo. A partir de la identidad que establece Lacan entre la plusvalía y el plus de gozar. Entre lo que sin saberlo se hace extraer el proletario de Marx y el corazón del malestar en la cultura de Freud. Este quiasma estructural permite una aufhebung que no los subsume uno en el otro, sino que aclara al primero a partir del segundo. Pues qué permitiría entender que el proletario de Marx no tenga qué perder más que las cadenas que lo amarran a su miseria y que esté fijado a ellas, si no es por la hipótesis freudiana de que le aportan una satisfacción. Esa satisfacción en el propio mal que Freud se tarda en aislar unos 25 años de práctica clínica. Y cómo se puede entender que una vez emancipado este proletario instituya una casta de zánganos fundamentalistas dispuestos a todo por mantener su existencia parasitaria a costa del trabajo de todos los demás, a quienes tratan sin los pudores de lo que ellos mismos denuncian como democracia burguesa, y que para desembarazarse a su vez de estos parásitos tenga que recurrir precisamente al capitalismo, dando el giro de 360° con el que Lacan ironizaba el término “revolución”.

Se entiende por la paradójica noción de pulsión de muerte de Freud. Se entiende por la enigmática noción de goce de Lacan. Por lo que se ve todos los días en la consulta de un psicoanalista, por cómo se esmera en hacerse el sujeto su propia vida miserable a cuenta de unos cuantos ideales que no son más que bonitas palabras dichas en mala hora.

Porque nunca se salió del capitalismo y es posible que no se salga de él, no hay que dedicarle más tiempo y más palabras. Pues su muro que no cae con la fuerza de la historia está hecho de lo peor de cada uno de nosotros, con nuestra incurable voluntad de someternos. Y es incurable pues esta voluntad está hecha de lenguaje y este no nos pertenece nunca, sino que le pertenecemos. Y nuestro deseo está hecho de los retazos que interpretamos del deseo de aquellos con quienes se constituyó. De modo que mientras más autónomos y libres nos sentimos, más estamos comprometidos en denegar que es de esa materia de la que estamos hechos.

Por eso con el segundo libro me dediqué a divertirme un poco más. Su nombre original iba a ser “Máquinas, zombis y rinocerontes”. De todos modos el nombre que surgió fue lo suficientemente cómico. Creo que es la primera vez que lo escribo, pero es un libro que me intimida. Y no por la excelente portada que hizo el diseñador de mi editorial. Sino porque intenta ir más allá que el primero. Sacando las consecuencias de su esquema final en relación con el concepto de la verdad. Para ello me organicé alrededor de la psicología de las masas de Freud y de la diferencia de posición entre la verdad y la letra en un momento muy específico del seminario de Lacan, esa obra inabarcable de enseñanza que se despliega por las tres décadas más importantes del siglo pasado en cuanto a la historia del pensamiento.

Lo que nos enseñan las máquinas se puede captar en la última entrega de Terminator. Alguien sabe allí que la clave no está en el salvador sino en su madre, reeditando el misterio de la inmaculada concepción. Del cual hay que decir que no es sólo una defensa moral frente a la escena primaria, o dicho en términos más comunes, frente al hecho de que según demuestra la ciencia aparentemente provenimos de un encuentro sexual. Lo que dice ese misterio es que desde el punto de vista lógico, antes de la pasión está la causa, y que esa nada donde nada el espíritu de la vida estuvo siempre en el cuerpo de una mujer. Si bien en lo real no hay causa pura, este misterio es necesario para separar lógicamente la causa de la pasión y proceder a un aislamiento de la mácula de la causa, que permita una purificación de las pasiones del ser hablante.

El pivote de ese libro es la articulación entre la psicología de las masas de Freud y lo que enseña la obra de teatro de Ionesco llamada Rinocerontes. Es un libro contra el fascismo. Contra el despotismo, como le gusta llamarlo a mi colega Juan Luis Delmont, anotando siempre que se trata “del mismo despotismo que aparece en nuestro himno nacional”. El despotismo que quiere convertir la pasión en la causa. Que contesta a la democracia, que se ríe de los derechos humanos y de las garantías individuales. Que está aquí ahora a punto de mostrar sus dientes de una manera nueva frente a nuestro rostro, pero que nace en el mismo momento en el que se proclama la libertad, la igualdad y la fraternidad. Es su reverso necesario y más que en potencia está en acto en los vericuetos de las formas democráticas liberales, hasta que se desencadena en una mortandad industrializada.

Frente a él, lo hemos tenido que aprender por las malas, es preferible la siempre acechada democracia. A fin de cuentas es viviendo en medio de sus pequeñas garantías que un hablante puede pagarse un psicoanálisis y permitirse decir lo que se le ocurra en un lugar que no va a condenarlo, como hace el déspota, ni a usar ese material para seducirlo mejor, como hace la mercadotecnia.

Pero la responsabilidad de optar por lo peor, ya lo hemos visto, no es algo de lo que podamos desembarazarnos los hablantes. Siempre hay de todos modos un poco de mala suerte tras esto. Pero en los peores encuentros la fijeza del sentido se afinca. Y conforme se afinca se revela imposible de soportar, se constituye como síntoma y se hace accesible al tratamiento por la palabra. Por ello el análisis se demanda cuando cristaliza un punto de basta, luego de una experiencia traumática, entendiendo por traumática que revela lo perturbadora que es para el sujeto la experiencia de hablar y de estar enredado con un cuerpo.

Esta es la puerta de ese cuento de Kafka llamado “Ante la ley”. Es una puerta sólo para uno y no se traspasa sin coraje. Es por ese camino que se entra en lo singular que figura en el nombre de mi tercer libro. Me emocionó de este proyecto la renuncia al esfuerzo por constituir un solo escrito a partir de los fragmentos. A medio camino entre artículos y ensayos, los once textos están concebidos como cartas. Como un mazo de cartas. Pero también como piezas de correspondencia. Cada uno tiene muy bien ubicado a su destinatario, lo que les da una construcción diferenciada, una textura particular.

Hay varias pistas lacanianas en ello. La primera es que la categoría que sustituye en Lacan al inconsciente al final de su enseñanza es “parlêtre”. Es difícil de traducir porque es un juego de palabras que significa ser habla o habla ser. Ser hablante. Pero es homófono de “por carta”. Como cuando a uno le llegaba una noticia antes del Whatsapp o del correo electrónico. Hay que ver que eso fue hace tan poco tiempo, que todavía siendo estudiante en la universidad me comunicaba por carta con amigos en otros países.

De manera que cada texto concebido con un destinatario y por lo tanto un estilo diferente, pone en acto la noción de parlêtre. “El estilo es el hombre al que uno se dirige”. Es una reformulación que hace Lacan de una cita problemática de Buffon.

Pero estos juegos no comienzan con el tercer libro. Por ejemplo en la conclusión de mi primer libro está Simplicio. Es un personaje importante en la historia de las ideas porque es el nombre que le puso Galileo, en un libro que publicó luego de una serie de advertencias, al personaje encargado de sostener las ideas convencionales de la iglesia y de las universidades en su época. Es el simple, el tonto. Después de eso no lo quemaron porque era amigo del papa. Pero Simplicio también es el nombre de un personaje de una película venezolana que dejó huella en mi niñez.

El hecho es que mi Simplicio, en el apólogo con el que termino el primer libro, nació el día del asesinato de Francisco Fernando y murió el del derribo de las torres gemelas. Quería con eso enmarcar la emergencia de la nueva época. El cambio entre un atentado terrorista y otro es elocuente. Es también una referencia a una reflexión de Eric Laurent con motivo del derribo de las torres gemelas que no pude volver a encontrar. Ahí él articulaba de manera muy precisa el objeto de este nuevo atentado terrorista que no va contra el cuerpo que simboliza el poder, sino que quiere dañar, hacer polvo y ceniza los cuerpos de personas comunes y corrientes.

Este es el objeto del despotismo, sea de raíz religiosa o política. De la actual manía asesina al mayor o al detal. Es convertir al cuerpo de cualquiera en una masa de partículas que pierdan su particularidad.

La insistencia en esta tentativa de trasgresión es consubstancial con la unificación de la humanidad, con la emergencia de un universal concreto donde antes sólo había, sí acaso, universales abstractos. Es tomar precisamente al catálogo de los derechos humanos como el menú sobre el cual se desatan las pasiones, la guía que orienta hacia dónde está el último de los escollos que hay que saltarse.

Por ello frente a este universal concreto que se solidifica como un muro que busca protegernos a todos, a costa de encerrarnos de los “otros”, y frente a aquellos que quieren reventarlo a cualquier costo, se hace urgente una nueva orientación. Hay que volcarse a las grietas, a las fisuras. Al descascararse del muro allí donde encuentra su debilidad, en lo que Freud llamaba la juntura entre lo psíquico y lo somático, donde ubicó la pulsión. Para esto no contamos con un ejército, ni siquiera con una organización con alguna clase de verticalidad. No podemos realizar esta tarea de una manera general. Más que política, ética. Más que arte, artesanía. Más que bienestar o utopía, bien decir. Más que buena educación, rectificación de la lectura.

Porque en el psicoanálisis se trata de una forma de lectura. Se trata de leer leer. Que un principio se puede expresar como un fractal es algo que acaba de demostrar en su trabajo final del Centro de Investigación y Docencia en psicoanálisis el profesor Roberto Salazar.

La lectura en segundo grado muestra el carácter de semblante de la lectura que se hace habitualmente e introduce el tiempo donde antes no existía: “puedo decir que así he leído”. Esta lectura en segundo grado pasa por dos momentos no consecutivos ni superpuestos. Uno responde a la modernidad con una postmodernidad convencional: “esta ha sido mi verdad”. Particulariza el modo como he vivido la verdad y por lo tanto la relativiza. El segundo momento responde a esta misma postmodernidad al invertir las condiciones de la lectura misma. No solo es que así he leído, sino que hay Otra lectura que me existe absolutamente constituyendo una suerte de universal para mí solo, que me hace al mismo tiempo incomparable a cualquier otro y ajeno a mí mismo. Que me lanza a la soledad más descarnada y al deseo de compartir esto que no puede ser sino un hallazgo y una buena noticia.

Se va entonces hasta sus últimas consecuencias, ahí donde la postmodernidad no llega por flojera, comodidad o descreencia. No se detiene en el dogma de la construcción de la verdad, sino en el latido puro de lo viviente. Donde la palabra palpita a ese mismo ritmo que constituye un número sin parecido ni secuencia. Como cuando el profesor Alexander Méndez dice que no sabe leer, siendo uno de los lectores más disciplinados que conozco. No es un gusto especial por la ironía ni un ataque de humildad. Es un ejemplo del despuntar de un uso diferente de esa puerta específica que llamamos el síntoma.

Es necesario que la lectura sea en segundo grado. Es necesario el psicoanalista porque por mí mismo me extravío en los laberintos de mi sentido. Despierto con cada “insight” creyendo haber hallado la clave. Pero ahí solo varía por costumbre y conforme envejezco mi propia experiencia me enseña lo mismo una y otra vez. Para volver a olvidar.

En el psicoanálisis esta lectura en segundo grado se puede ubicar en los diferentes modos en los que existe este discurso. En el primero y principalísimo. Cuando ocupo la posición de psicoanalista para alguien, leo su leer, mientras que este, extraviado en los vericuetos de la transferencia, termina por leer cómo lee cuando es sacudido por lo inesperado.

En la supervisión, el que supervisa lee al analista leer. Devolviendo el punto en el cual puede con su propia lectura hacer obstáculo a lo que emerge. Pues lo que hace obstáculo le pertenece al analista y a nadie más, se lo devuelve para que lo ponga donde quiera, menos en la cura que lleva adelante.

En el comentario de textos leemos no solo lo que dice Lacan o Freud o Miller u otro. Sino que leemos cómo ha leído. Aprendemos a ubicar los elementos estructurales, a desarmar los textos de modo que podamos hacer el registro de sus variaciones. En extremo nos leemos a nosotros mismos en esa lectura irrepetible que hacemos y que dependiendo de su posición puede hacer obstáculo al trabajo con los textos o abrir caminos a la novedad.

Escribir como si se estuviera escribiendo una carta, leer leer. Son dos de las cosas que extraigo de ese tercer libro que está por salir. Lo presento a ustedes no para ponerme como ejemplo, sino para provocar el deseo de hallar sus propios modos de relacionarse con eso. Para averiguar si hay alguna otra alma que se interese por esta artesanía de lo imposible. Para convocar a encontrar esas grietas, esas fisuras por donde a un tiempo se puede escapar y hacerse cargo.

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Tal vez una de las maneras menos tormentosas de experimentar lo que nos está pasando es ubicar este desbarajuste de la ley en nuestro entorno como una manifestación no solo de una emergencia grosera de la psicología de las masas, sino también, cosa que no tiene por qué ser contradictoria, con la manifestación de la lógica de lo femenino donde la cultura no está preparada para ello. Por ello “la ciudad que no existe”, calcada de “la mujer no existe” de Lacan, nos pueda brindar nuevas perspectivas de abordaje de esto que pasa que sin bajar la guardia con los peligros que representa, estén más atentas a las posibilidades de invención.

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