Conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello el 27 de mayo de 2016 denominada "El amanecer de lo singular en la ciudad que no existe".
Creo que Lacan
decía que no había que hablar mucho sobre el discurso del capitalismo. Que lo
que se hace con eso es reproducirlo. Y se habla mucho. Los lacanianos tenemos
responsabilidad en eso. Sobre todo los que nos ubicaríamos a la izquierda. Tal
vez sea un remanente de la ilusión freudomarxista de complementar el análisis ideológico
de la dominación con la emancipación individual. Uno esperaría que los
lacanianos estemos en guardia frente a estas ilusiones. Entonces se da vuelta y
vuelta, se produce lenguaje y más lenguaje. Es parte de la inevitable debilidad
mental. Cuando se publique la tesis de maestría de la profesora Kaira Gámez, se
podrán dar un paseo sobre este tema.
Ya hace
casi cuatro años que salió mi primer libro llamado “Sujeto, Capitalismo y
Psicoanálisis”. Se trató del producto de una investigación en un intersticio.
En una grieta del discurso universitario que todavía está ahí. Una línea de
investigación en “Psicoanálisis y ciencias sociales” coordinada por mi colega
Susana Strozzi. Ahí traté de ubicar al discurso analítico en el movimiento más
general de la historia de las ideas. Se trataba de dar legitimidad al
movimiento que me había llevado de las ciencias sociales al psicoanálisis, de
una manera que fuera lo más honesta posible, pero que no se preocupara
demasiado por el problema de la humildad.
Intenté postular
la emergencia del discurso psicoanalítico como algo que concierne no sólo a las
escuelas de psicología, donde si es que se lo incluye en el programa se lo
ubica como una “corriente” entre otras, o como una mención que no se menciona,
o mezclado en esa ensalada que llaman psicología dinámica. En contraste con
esto intenté ubicarlo como un gran acontecimiento que concierne al conjunto de
las ciencias humanas y que nuestras academias han dado por despachado, en una
historia de la cual los mismos psicoanalistas no pueden desembarazarse tan
fácilmente.
Un
acontecimiento que dio a luz a un discurso lo suficientemente específico como
para que se lo pueda distinguir de cualquier otra aproximación al sujeto, de modo
que ya esta categoría adquiere un estatuto totalmente nuevo precisamente a
partir de su descentramiento, que concierne al descubrimiento de los efectos
que el hecho de hablar y habitar una lengua tienen sobre él. Es decir, a partir
del descubrimiento del inconsciente por parte de Freud.
Ciertamente
la obra de Lacan contenía los elementos más que suficientes para permitirme
esta tentativa. Pero tenía que ir a mostrar la displicencia con la que la
universidad venezolana había tratado este acontecimiento, salvo honrosas
excepciones. Por ello fui a las obras de inicio de Freud, donde el
psicoanálisis se desgaja del resto de la historia de las ideas. Todo el primer
capítulo está redactado de modo que casi puede escucharse: “Pero si lo saben,
por qué no lo dicen”.
El segundo
capítulo organiza en un modelo estructural la posición distintiva del
psicoanálisis como respuesta a la imposibilidad de curar, que se encuentra en
los límites de la medicina moderna y el nacimiento de la clínica. Finalmente el
tercer capítulo quiere mostrar la fuerza de este nuevo discurso para interpretar
nuestra época.
Claro que
esto se hizo como respuesta a ese no darse por aludido que muestra al
psicoanálisis como algo que sucedió hace mucho tiempo, y que ha sido superado
no se sabe por qué resonancia magnética del cerebro, gimnasia mental o
subrogado de la compasión religiosa, estrategias que maquillan el síntoma hasta
hacerlo irreconocible y apaciguar así a quien lo padece.
Dar con la
clave, con la llave para orientarse en lo que sucede es lo que el psicoanálisis
le brinda a quien acude a su tratamiento. Sin olvidar que se trata siempre de
una lectura de alguien, extraer esas claves nos permitiría orientarnos no tanto
para entender o saber más de qué se trata, como para actuar en consecuencia.
Reducir la profusión de sentido a unos cuantos rasgos muy precisos, organiza el
campo y reduce el tiempo para comprender, permitiendo la emergencia de momentos
de concluir.
Y es allí
donde entra discretamente el concepto de capitalismo. A partir de la identidad
que establece Lacan entre la plusvalía y el plus de gozar. Entre lo que sin
saberlo se hace extraer el proletario de Marx y el corazón del malestar en la
cultura de Freud. Este quiasma estructural permite una aufhebung que no los subsume uno en el otro, sino que aclara al
primero a partir del segundo. Pues qué permitiría entender que el proletario de
Marx no tenga qué perder más que las cadenas que lo amarran a su miseria y que esté
fijado a ellas, si no es por la hipótesis freudiana de que le aportan una
satisfacción. Esa satisfacción en el propio mal que Freud se tarda en aislar
unos 25 años de práctica clínica. Y cómo se puede entender que una vez emancipado
este proletario instituya una casta de zánganos fundamentalistas dispuestos a
todo por mantener su existencia parasitaria a costa del trabajo de todos los
demás, a quienes tratan sin los pudores de lo que ellos mismos denuncian como
democracia burguesa, y que para desembarazarse a su vez de estos parásitos tenga
que recurrir precisamente al capitalismo, dando el giro de 360° con el que
Lacan ironizaba el término “revolución”.
Se entiende
por la paradójica noción de pulsión de muerte de Freud. Se entiende por la
enigmática noción de goce de Lacan. Por lo que se ve todos los días en la consulta
de un psicoanalista, por cómo se esmera en hacerse el sujeto su propia vida
miserable a cuenta de unos cuantos ideales que no son más que bonitas palabras
dichas en mala hora.
Porque
nunca se salió del capitalismo y es posible que no se salga de él, no hay que
dedicarle más tiempo y más palabras. Pues su muro que no cae con la fuerza de
la historia está hecho de lo peor de cada uno de nosotros, con nuestra incurable
voluntad de someternos. Y es incurable pues esta voluntad está hecha de
lenguaje y este no nos pertenece nunca, sino que le pertenecemos. Y nuestro
deseo está hecho de los retazos que interpretamos del deseo de aquellos con
quienes se constituyó. De modo que mientras más autónomos y libres nos
sentimos, más estamos comprometidos en denegar que es de esa materia de la que estamos
hechos.
Por eso con
el segundo libro me dediqué a divertirme un poco más. Su nombre original iba a
ser “Máquinas, zombis y rinocerontes”. De todos modos el nombre que surgió fue lo
suficientemente cómico. Creo que es la primera vez que lo escribo, pero es un
libro que me intimida. Y no por la excelente portada que hizo el diseñador de
mi editorial. Sino porque intenta ir más allá que el primero. Sacando las
consecuencias de su esquema final en relación con el concepto de la verdad. Para
ello me organicé alrededor de la psicología de las masas de Freud y de la
diferencia de posición entre la verdad y la letra en un momento muy específico
del seminario de Lacan, esa obra inabarcable de enseñanza que se despliega por
las tres décadas más importantes del siglo pasado en cuanto a la historia del
pensamiento.
Lo que nos
enseñan las máquinas se puede captar en la última entrega de Terminator.
Alguien sabe allí que la clave no está en el salvador sino en su madre,
reeditando el misterio de la inmaculada concepción. Del cual hay que decir que
no es sólo una defensa moral frente a la escena primaria, o dicho en términos
más comunes, frente al hecho de que según demuestra la ciencia aparentemente provenimos
de un encuentro sexual. Lo que dice ese misterio es que desde el punto de vista
lógico, antes de la pasión está la causa, y que esa nada donde nada el espíritu
de la vida estuvo siempre en el cuerpo de una mujer. Si bien en lo real no hay
causa pura, este misterio es necesario para separar lógicamente la causa de la
pasión y proceder a un aislamiento de la mácula de la causa, que permita una
purificación de las pasiones del ser hablante.
El pivote
de ese libro es la articulación entre la psicología de las masas de Freud y lo
que enseña la obra de teatro de Ionesco llamada Rinocerontes. Es un libro
contra el fascismo. Contra el despotismo, como le gusta llamarlo a mi colega
Juan Luis Delmont, anotando siempre que se trata “del mismo despotismo que
aparece en nuestro himno nacional”. El despotismo que quiere convertir la
pasión en la causa. Que contesta a la democracia, que se ríe de los derechos
humanos y de las garantías individuales. Que está aquí ahora a punto de mostrar
sus dientes de una manera nueva frente a nuestro rostro, pero que nace en el
mismo momento en el que se proclama la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Es su reverso necesario y más que en potencia está en acto en los vericuetos de
las formas democráticas liberales, hasta que se desencadena en una mortandad
industrializada.
Frente a él,
lo hemos tenido que aprender por las malas, es preferible la siempre acechada
democracia. A fin de cuentas es viviendo en medio de sus pequeñas garantías que
un hablante puede pagarse un psicoanálisis y permitirse decir lo que se le
ocurra en un lugar que no va a condenarlo, como hace el déspota, ni a usar ese
material para seducirlo mejor, como hace la mercadotecnia.
Pero la
responsabilidad de optar por lo peor, ya lo hemos visto, no es algo de lo que
podamos desembarazarnos los hablantes. Siempre hay de todos modos un poco de
mala suerte tras esto. Pero en los peores encuentros la fijeza del sentido se
afinca. Y conforme se afinca se revela imposible de soportar, se constituye
como síntoma y se hace accesible al tratamiento por la palabra. Por ello el
análisis se demanda cuando cristaliza un punto de basta, luego de una
experiencia traumática, entendiendo por traumática que revela lo perturbadora
que es para el sujeto la experiencia de hablar y de estar enredado con un
cuerpo.
Esta es la
puerta de ese cuento de Kafka llamado “Ante la ley”. Es una puerta sólo para
uno y no se traspasa sin coraje. Es por ese camino que se entra en lo singular
que figura en el nombre de mi tercer libro. Me emocionó de este proyecto la
renuncia al esfuerzo por constituir un solo escrito a partir de los fragmentos.
A medio camino entre artículos y ensayos, los once textos están concebidos como
cartas. Como un mazo de cartas. Pero también como piezas de correspondencia.
Cada uno tiene muy bien ubicado a su destinatario, lo que les da una
construcción diferenciada, una textura particular.
Hay varias
pistas lacanianas en ello. La primera es que la categoría que sustituye en
Lacan al inconsciente al final de su enseñanza es “parlêtre”. Es difícil de traducir porque es un juego de palabras
que significa ser habla o habla ser. Ser hablante. Pero es homófono de “por
carta”. Como cuando a uno le llegaba una noticia antes del Whatsapp o del
correo electrónico. Hay que ver que eso fue hace tan poco tiempo, que todavía siendo
estudiante en la universidad me comunicaba por carta con amigos en otros
países.
De manera
que cada texto concebido con un destinatario y por lo tanto un estilo
diferente, pone en acto la noción de parlêtre. “El estilo es el hombre al que
uno se dirige”. Es una reformulación que hace Lacan de una cita problemática de
Buffon.
Pero estos
juegos no comienzan con el tercer libro. Por ejemplo en la conclusión de mi
primer libro está Simplicio. Es un personaje importante en la historia de las
ideas porque es el nombre que le puso Galileo, en un libro que publicó luego de
una serie de advertencias, al personaje encargado de sostener las ideas
convencionales de la iglesia y de las universidades en su época. Es el simple,
el tonto. Después de eso no lo quemaron porque era amigo del papa. Pero
Simplicio también es el nombre de un personaje de una película venezolana que
dejó huella en mi niñez.
El hecho es
que mi Simplicio, en el apólogo con el que termino el primer libro, nació el
día del asesinato de Francisco Fernando y murió el del derribo de las torres
gemelas. Quería con eso enmarcar la emergencia de la nueva época. El cambio
entre un atentado terrorista y otro es elocuente. Es también una referencia a
una reflexión de Eric Laurent con motivo del derribo de las torres gemelas que
no pude volver a encontrar. Ahí él articulaba de manera muy precisa el objeto
de este nuevo atentado terrorista que no va contra el cuerpo que simboliza el
poder, sino que quiere dañar, hacer polvo y ceniza los cuerpos de personas
comunes y corrientes.
Este es el
objeto del despotismo, sea de raíz religiosa o política. De la actual manía asesina
al mayor o al detal. Es convertir al cuerpo de cualquiera en una masa de
partículas que pierdan su particularidad.
La
insistencia en esta tentativa de trasgresión es consubstancial con la
unificación de la humanidad, con la emergencia de un universal concreto donde
antes sólo había, sí acaso, universales abstractos. Es tomar precisamente al
catálogo de los derechos humanos como el menú sobre el cual se desatan las
pasiones, la guía que orienta hacia dónde está el último de los escollos que
hay que saltarse.
Por ello
frente a este universal concreto que se solidifica como un muro que busca protegernos
a todos, a costa de encerrarnos de los “otros”, y frente a aquellos que quieren
reventarlo a cualquier costo, se hace urgente una nueva orientación. Hay que
volcarse a las grietas, a las fisuras. Al descascararse del muro allí donde
encuentra su debilidad, en lo que Freud llamaba la juntura entre lo psíquico y
lo somático, donde ubicó la pulsión. Para esto no contamos con un ejército, ni
siquiera con una organización con alguna clase de verticalidad. No podemos
realizar esta tarea de una manera general. Más que política, ética. Más que
arte, artesanía. Más que bienestar o utopía, bien decir. Más que buena
educación, rectificación de la lectura.
Porque en el
psicoanálisis se trata de una forma de lectura. Se trata de leer leer. Que un
principio se puede expresar como un fractal es algo que acaba de demostrar en
su trabajo final del Centro de Investigación y Docencia en psicoanálisis el
profesor Roberto Salazar.
La lectura
en segundo grado muestra el carácter de semblante de la lectura que se hace
habitualmente e introduce el tiempo donde antes no existía: “puedo decir que
así he leído”. Esta lectura en segundo grado pasa por dos momentos no
consecutivos ni superpuestos. Uno responde a la modernidad con una
postmodernidad convencional: “esta ha sido mi verdad”. Particulariza el modo
como he vivido la verdad y por lo tanto la relativiza. El segundo momento
responde a esta misma postmodernidad al invertir las condiciones de la lectura
misma. No solo es que así he leído, sino que hay Otra lectura que me existe
absolutamente constituyendo una suerte de universal para mí solo, que me hace
al mismo tiempo incomparable a cualquier otro y ajeno a mí mismo. Que me lanza
a la soledad más descarnada y al deseo de compartir esto que no puede ser sino
un hallazgo y una buena noticia.
Se va
entonces hasta sus últimas consecuencias, ahí donde la postmodernidad no llega
por flojera, comodidad o descreencia. No se detiene en el dogma de la
construcción de la verdad, sino en el latido puro de lo viviente. Donde la
palabra palpita a ese mismo ritmo que constituye un número sin parecido ni
secuencia. Como cuando el profesor Alexander Méndez dice que no sabe leer,
siendo uno de los lectores más disciplinados que conozco. No es un gusto
especial por la ironía ni un ataque de humildad. Es un ejemplo del despuntar de
un uso diferente de esa puerta específica que llamamos el síntoma.
Es
necesario que la lectura sea en segundo grado. Es necesario el psicoanalista
porque por mí mismo me extravío en los laberintos de mi sentido. Despierto con
cada “insight” creyendo haber hallado
la clave. Pero ahí solo varía por costumbre y conforme envejezco mi propia
experiencia me enseña lo mismo una y otra vez. Para volver a olvidar.
En el
psicoanálisis esta lectura en segundo grado se puede ubicar en los diferentes
modos en los que existe este discurso. En el primero y principalísimo. Cuando
ocupo la posición de psicoanalista para alguien, leo su leer, mientras que este,
extraviado en los vericuetos de la transferencia, termina por leer cómo lee
cuando es sacudido por lo inesperado.
En la
supervisión, el que supervisa lee al analista leer. Devolviendo el punto en el
cual puede con su propia lectura hacer obstáculo a lo que emerge. Pues lo que
hace obstáculo le pertenece al analista y a nadie más, se lo devuelve para que
lo ponga donde quiera, menos en la cura que lleva adelante.
En el
comentario de textos leemos no solo lo que dice Lacan o Freud o Miller u otro.
Sino que leemos cómo ha leído. Aprendemos a ubicar los elementos estructurales,
a desarmar los textos de modo que podamos hacer el registro de sus variaciones.
En extremo nos leemos a nosotros mismos en esa lectura irrepetible que hacemos
y que dependiendo de su posición puede hacer obstáculo al trabajo con los textos
o abrir caminos a la novedad.
Escribir
como si se estuviera escribiendo una carta, leer leer. Son dos de las cosas que
extraigo de ese tercer libro que está por salir. Lo presento a ustedes no para
ponerme como ejemplo, sino para provocar el deseo de hallar sus propios modos
de relacionarse con eso. Para averiguar si hay alguna otra alma que se interese
por esta artesanía de lo imposible. Para convocar a encontrar esas grietas,
esas fisuras por donde a un tiempo se puede escapar y hacerse cargo.
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Tal vez una
de las maneras menos tormentosas de experimentar lo que nos está pasando es
ubicar este desbarajuste de la ley en nuestro entorno como una manifestación no
solo de una emergencia grosera de la psicología de las masas, sino también,
cosa que no tiene por qué ser contradictoria, con la manifestación de la lógica
de lo femenino donde la cultura no está preparada para ello. Por ello “la
ciudad que no existe”, calcada de “la mujer no existe” de Lacan, nos pueda
brindar nuevas perspectivas de abordaje de esto que pasa que sin bajar la
guardia con los peligros que representa, estén más atentas a las posibilidades
de invención.
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