lunes, 1 de julio de 2013

Una Maestría sobre el Cuerpo

Carlos Márquez

Franklin Brito murió el 30 de agosto de 2010 luego de numerosas huelgas de hambre y automutilaciones hechas como medidas de protesta en una lucha contra el estado venezolano que se extendió por cerca de ocho años. Murió bajo custodia del estado, en el Hospital Militar, donde fue recluido por una orden judicial basándose para ello en supuestos criterios psiquiátricos.

Recientemente el General retirado Antonio Rivero, quien milita en un partido de la oposición, fue encarcelado por supuestamente haber incitado los desórdenes que se produjeron durante los días subsiguientes a las elecciones del 14 de abril. Pasó 20 días en prisión durante los cuales realizó una feroz huelga de hambre. La opinión pública se movilizó para solicitarle que desistiera. Muchos recordaban la figura famélica de Brito, y la inutilidad de su sacrificio. Rivero cedió a esta presión y dejó la huelga de hambre varios días antes de obtener su libertad, no obstante su salud quedó seriamente comprometida.


Por último, en medio del conflicto que enfrenta al estado venezolano y a las universidades nacionales autónomas, numerosos estudiantes, profesores y trabajadores han tomado como medida de protesta la huelga de hambre en diferentes partes del país. Se ha hecho notorio este tipo de protesta por parte de los universitarios en estos últimos años, sólo que es la primera vez que las realizan por la causa de la propia universidad, que se percibe en un peligro de transformación radical inminente.

Me interroga esta manera de usar el propio cuerpo y el propio sufrimiento, su ubicuidad, inclusive su normalización como medio de protesta. El contenido manifiesto es una demanda de justicia frente a un estado que se percibe como incapaz de otorgarla, o tan siquiera de escuchar lo que se tiene que decir. Es más, un estado que tiene la facilidad de desvirtuar cualquier demanda de justicia produciendo un doblez en el registro de la verdad, de modo que siempre queda al menos la duda razonable de que lo que se dice de él sea como lo dice “la oposición”. Todo se resuelve en una denuncia circular del uso de la mentira y en una profesión de fe en cada una de las dos fuentes semánticas dominantes. Es una suerte de estabilización prescindiendo para ella de toda posibilidad del recurso a un tercero.

El uso del hambre para alcanzar la justicia puede ponerse en serie con la protesta en la cual uno se hace golpear por la policía para mostrar la brutalidad del Otro estatal. Un Otro que a pesar de moralizar en contra del consumismo, lo fomenta desde cualquier perspectiva que se pueda imaginar. Así la huelga de hambre se pondría en serie también con la anorexia, en la cual un sujeto come nada, o como me decía alguien en consulta “se llena la boca” con nada, en una suerte de rebeldía contra el atosigamiento societal. La huelga de hambre puede ser también un modo de cerrar la boca frente a todo lo que un Otro quiere hacerme comer, sobre todo cuando su discurso pliega el deseo a la necesidad. También puede consistir en cerrar la boca para mostrar hasta qué punto uno está dispuesto a “dejar de comer mierda”, que por lo menos en el Caribe es una expresión que significa dejar de hacerse engañar por el Otro. Así pensada la cosa, la huelga de Brito y las sucedáneas no están hechas tanto para pedir justicia, cosa que se da por perdida a la altura de decidirse a hacer una protesta de ese tipo, como para mostrar que todo el entramado simbólico está al servicio del goce del Uno.

Hay otro uso del hambre que paralelamente también se generaliza. Por un lado tenemos el uso irrestricto de las dietas que se van poniendo de moda y la “banda gástrica virtual” que consiste en charlatanería hipnótica por una parte. Por otro lado cirugías con diversos grados de invasión sobre el cuerpo como la banda, el balón o el bypass gástrico. Entre ambos extremos tenemos la “malla lingual” que consiste en coser una malla a la lengua para estorbar la masticación y deglución de alimentos. Este dispositivo hace que comer sólidos se vuelva muy doloroso.



Recientemente alguien me decía en consulta que su pensamiento estaba como separado de su cuerpo, asegurando inmediatamente con mucha seriedad que no se trataba de ninguna cuestión mística sobre el alma. Este cuerpo postcartesiano es como un cascarón vacío, una extensión biomecánica que puede someterse a cualquier clase de exceso. Pero no una extensión de un alma que quiere mortificarlo para alcanzar la inmortalidad, se podría decir que sus aspiraciones son mucho más modestas y terrenas, pero la ciencia le provee medios más sofisticados para ejecutar la crueldad de ese superyó.Los modos cosméticos de autopunición, estos nuevos cilicios, estas nuevas penitencias, cuya finalidad manifiesta es “rebajar” para encajar con un ideal, muestran y dan la clave del uso político del hambre. Esto es, el intento fallido de una maestría sobre la pulsión. Un todo o nada en relación con lo que se muestra de entrada más poderoso, y que debe ser domeñado. Si no se domeña la propia hambre es señal de fracaso.

Se trataría de una maestría sobre el cuerpo desde el yo. Un yo que quiere constituirse a partir de la ilusión de tener control al menos sobre su cuerpo. Esto a fin de cuentas constituye también una causa perdida y un dead-end. La maestría del yo sobre el cuerpo es la ilusión que este David contemporáneo encuentra frente al Goliat que ubica en el estado, pero del cual, el obeso obsesionado con perder peso nos muestra donde está realmente lo invencible, no en el estado sino en su propia voracidad. Algo que debería comportarse como ley natural pero que se ha tornado monstruoso.

Esta maestría sobre lo díscolo del cuerpo por parte del yo, recuerda el momento triunfal del estadio del espejo, episodio imaginario sobre el que se monta toda articulación significante. Pero se plantea de un modo que implica una exclusión de la suposición de saber en cualquier discurso de los que circula en un nivel macro, desautorizados como están, y lleva al sujeto frecuentemente a microdiscursos basados directamente en la sugestión como la astrología, la autoayuda u otros por el estilo. El empobrecimiento cultural generalizado que de allí deriva es patente. Pero el psicoanálisis, por lo menos en Caracas, subsiste en estos pequeños circuitos.

Entonces tenemos que en la época del resquebrajamiento de la piedra angular de lo simbólico, como la caracterizó Miller en la presentación del tema del IX° Congreso de la AMP, las salidas por la vía imaginaria conectan directamente por una parte con el funcionamiento de masa, que no puede adjudicarse sencillamente a un funcionamiento de discurso del amo tal y como Lacan lo formuló en el Seminario XVII, y por el otro lado con maneras de articular alguna defensa frente al empuje pulsional, una defensa por la supremacía del propio poder de autocontrol, de una soberanía sobre el propio cuerpo.

El fracaso de estas estrategias puede llevar a un sujeto a demandar ayuda de un psicoanalista, quien tiene el reto de trabajar con una suposición de saber débil, afinando su carácter oracular, mostrando cómo y en qué medida ese superyó, que prácticamente no reviste a la pulsión, puede ser tratado sin el recurso a ninguna maestría por parte del yo, ni a las identificaciones horizontales de masa, ni a la mortificación cosmética o política del cuerpo.

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