La emergencia de la universidad
“Lección”, “cuestión” y, una muy
sospechosa “disputación” [1],
son términos que no nos dan una idea exacta de lo que sucedía en el origen y
los primeros tiempos de las universidades. Porque, por curioso que pueda
parecernos hoy, estas tres palabras están en el origen de las universidades, en
eso que llamamos la Edad Media. Estas tres categorías latinas nos hablan de un
procedimiento, de un método. Es el método escolástico.
El término “escolasticismo” se aplica
desde el Renacimiento a la filosofía y teología desarrolladas a lo largo de la
Edad Media (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ, 1992, págs. Escolástica,
escolasticismo) .
La Edad Media se desarrolla entre la caída del Imperio Romano a finales del
siglo V y la toma de Constantinopla por los turcos a mediados del siglo XV. Un
lapso nada desdeñable de casi mil años.
Considerando que la toma de Constantinopla
ocurrió en 1453, por lo tanto el límite de la llamada Edad Media pertenece a la
actualidad de los sujetos del Renacimiento. Este acontecimiento, que les sirve
para trazar un corte entre su actualidad y el pasado, se ubica aproximadamente
un siglo después de haber comenzado el llamado Renacimiento de las artes y las
letras antiguas, el erigirse del gusto por lo “clásico”, es decir por el mundo
griego como ideal (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ, 1992, pág. Renacimiento) .
Nos llega así una apreciación de esta
“Edad Media” como lo que se encuentra en minoría con respecto a la luz; lo
oscuro, la ignorancia que no quiere saber nada acerca de un saber perdido y
clásico. Esta apreciación es la que aprovechará la ilustración, doscientos años
más tarde, para construir el término “oscurantismo” como lo que se opone, esta
vez, a la luz de la razón (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ,
1992, pág. Ilustración) . El siglo XX tuvo sin embargo un
redescubrir de la Edad Media que relativizó su apreciación como una época
oscura que se opuso a la luz de la razón.
Esos casi mil años no constituyen una
contemporaneidad absoluta con la llamada filosofía escolástica. Esta surge en
el desarrollo de las escuelas durante el siglo XII y alcanza su máximo esplendor
durante el siglo XIII, la época de la fundación de las universidades. Estudiar
esta emergencia de un nuevo discurso, o por lo menos su objetivación fenoménica
en prácticas e instituciones nuevas puede proporcionarnos datos acerca de las nuances que hay que captar en un proceso
equivalente en el siglo XX con la emergencia del discurso psicoanalítico.
Para Etienne Gilson, uno de los
principales pensadores a quienes les debemos ese redescubrir la Edad Media, el
término “Universidad” puede producir equívocos si se aplica indistintamente a
los cuerpos organizados que surgieron entre los siglos XII y XIII y las
instituciones a las cuales les asignamos ese nombre en la actualidad. No se
trataba de una organización que incluyera las facultades donde se impartían
enseñanzas más o menos especializadas que, en su conjunto, aspiraban a agotar
el cuerpo entero del saber universal, como ocurre hoy. Ha habido un
desplazamiento del significado de universitas. Si en la actualidad se
pone el acento en esta pretendida totalidad del saber universal, en sus inicios
designaba la comunidad participante en la enseñanza, no a un lugar determinado.
(GILSON, 1958, págs.
T2-25)
La expresión universitas estaba
referida a la procedencia de los miembros de la comunidad. Como venían de todas
partes, su procedencia era universal. Así, cuando en un centro de estudios
podían ser admitidos estudiantes de procedencias distintas, se le otorgaba el
adjetivo de universale. Cuando sólo se admitían estudiantes de la misma
provincia se les denominaba studium particulare. Si bien la primera
universidad en convertirse en una entidad organizada, corporativa, según la
usanza de la época, fue la de Bolonia, es la Universidad de París la que se
hizo más célebre desde el momento de su fundación, cuando fueron organizadas,
según estatutos dictados por la jerarquía eclesiástica, las comunidades que ya
se reunían en las islas del río Sena y otras localidades de París. (GILSON, 1958, págs.
T2-25)
Había en el comienzo una tensión entre dos
tendencias que se enfrentaron y coexistieron durante todo el período, “...de
las cuales una trataba de convertir a la universidad en un centro de estudios
puramente científicos y desinteresados, mientras que la otra intentaba
subordinar dichos estudios a fines religiosos, poniéndolos al servicio de una
verdadera teocracia intelectual” (GILSON, 1958, págs.
T2-27) .
Sin embargo, aunque estas discusiones de carácter político sobre los fines de
la organización podían llegar a ejercer efectos de censura sobre los contenidos
discutidos en las investigaciones que servían de soporte a la enseñanza,
parecía haber ciertos acuerdos fundamentales sobre el modelo y sobre los
métodos escolásticos como tales.
Es la protección del papa y del rey lo que
paradójicamente, no sin tensiones, le confería libertad a la palabra que se
profería desde ese lugar de enunciación. Es allí donde comienzan a forjarse
nociones que serán para nosotros moneda común en la vida universitaria, como la
libertad de cátedra.
El término “escolástica” se refiere a la
enseñanza, aprendizaje y discusión en las escuelas palatinas y catedralicias
del occidente europeo que luego se convirtieron en universidades. Actualmente,
desde el lente retrospectivo de la ilustración, el término “escolasticismo” se
refiere peyorativamente al exceso de formalismo o a un estudio que se opone a
la ciencia y a la razón. Pero también se aplica el término “escolástico” a
todos aquellos que utilizan el método desarrollado en esas escuelas. Este
método no sólo se aplicaba al estudio de la Biblia y los textos de los Padres
de la Iglesia, sino también al estudio de las artes liberales. (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ,
1992, págs. Escolástica, escolasticismo)
Las llamadas artes liberales o artes
seculares, como prefería llamarlas San Agustín (MARTÍNEZ & CORTÉS
MORATÓ, 1992, pág. Artes liberales) , están ordenadas en
dos conjuntos: el trivium que contiene la gramática, la retórica y la
dialéctica; y el cuadrivium que comprende la geometría, la aritmética,
la astronomía y la música. Esta distribución del saber que debían aprender los
hombres libres – de ahí el adjetivo de “liberal”- es propia de la tardía
Antigüedad y comienzos de la Edad Media[2].
Estas artes liberales, dentro del marco de
una carrera típica de los estudiantes de las universidades medievales,
constituían el primer escalón; “...era necesario por lo menos, haber estudiado
durante seis años y tener veintiuno de edad...” para enseñarlas (GILSON, 1958, págs.
T2-33) .
Dependiendo de la universidad o incluso del momento histórico, se hacía más
énfasis en la enseñanza del trivium o del cuadrivium. En la
Universidad de Oxford, por ejemplo, la cual no gozó de las ventajas, ni sufrió
los inconvenientes, de las relaciones estrechas que mantenía la Universidad de
Paris con el papado, se hizo más énfasis en la formación en el cuadrivium
y en la combinación de la teología con las matemáticas y las ciencias positivas
en materia de filosofía. (GILSON, 1958, págs.
T2-32)
La carrera proseguía, y para hacerse
Maestro y Doctor en Teología había que concluir con el estudio de tres
bachilleratos – bíblico, sentenciario y formado – y la licenciatura en
Teología. El trabajo de los escolásticos se realizaba, pues, en torno a las artes
liberales, la filosofía y la teología, que era la meta más elevada de la
formación en las escuelas.
El centro de la cuestión estaba en el
encuentro u oposición de auctoritas y ratio. Por “autoridad” no
sólo se comprende el ejercicio de un poder independientemente del origen de su
legitimidad, aunque las instituciones del Papado y la Monarquía estuviesen
constantemente favoreciendo o interfiriendo en la producción de las escuelas.
La autoridad que se opone o se expone – en todo caso que sirve de límite – a la
razón en la escolástica, es la de los textos sagrados, comprendidos en primer
lugar por la Biblia y luego por la tradición de los textos legados por los
Padres de la Iglesia. En principio, y siguiendo a San Agustín, se trata de “la
fe que busca comprender”. Se trata, pues, de poner a la razón al servicio de
comprender los textos legados por la tradición y depositarios de autoridad. (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ,
1992, págs. Escolástica, escolasticismo) .
La noción de “autor” es un acento que se
pone al texto y no a la persona que lo ha escrito, pues se trata del texto
autorizado, que tiene autoridad. La enseñanza en estos centros giraba no
alrededor de la persona del profesor ni de la persona de quien escribía libros.
Es decir que la noción moderna de autor sencillamente no existía, sino del
texto como tal, en tanto es un dispositivo dotado de autoridad por sí mismo.
Este no es un esfuerzo iniciado con San
Agustín hacia el siglo VI; antes bien y siguiendo a Gilson, es característico
de toda la historia del Cristianismo desde que San Juan iniciara su Evangelio,
a fines del siglo I, identificando al Cristo crucificado con la palabra griega
Logos. El acontecimiento para cuyo esclarecimiento ha de servir la razón, a fin
de comprender hasta donde sea posible al débil entendimiento humano, es la
resurrección del Cristo[3].
“Subordinado a la fe, el conocimiento natural no queda excluido... [de modo
que] San Pablo, desde ahora impondrá a todo filósofo cristiano el deber de
admitir que es posible para la razón humana adquirir un cierto conocimiento de
Dios a partir del mundo exterior...” (GILSON, 1958, págs.
T1-14,15) .
Esta es la herencia recibida por la filosofía escolástica. La de una razón
limitada por la autoridad del texto, al servicio de algo que le es exterior.
Examinando el método en sí mismo
encontramos algunos matices interesantes. Los dispositivos fundamentales son la
lectio y la disputatio. La lectio o lección, constituye
una lectura de textos dependiendo de
la materia que se quiere enseñar, de modo que:
“En las facultades de derecho los textos
leídos eran los decretos imperiales, el Decreto de Graciano, las decretales,
etc.; en las facultades de medicina se leían sobre todo textos de Avicena y
Averroes y textos antiguos; en las facultades de artes, convertidas en el s.
XIII en facultades de filosofía, se leyeron y comentaron de forma creciente
textos de las obras lógicas y físicas de Aristóteles; en las facultades de
teología, los textos procedían de la Biblia, de obras de los Padres de la
Iglesia y de las colecciones de sentencias llamadas Libros de las sentencias” (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ,
1992, págs. Escolástica, escolasticismo)
El método escolástico estaba tan ceñido a
la autoridad de los textos, que prácticamente todo lo que se producía
intelectualmente en el marco de estas escuelas, aparecía bajo la forma de
glosas o comentarios. Estos versaban primordialmente, en lo que a teología se
refiere, sobre los Cuatro Libros de Sentencias de Pedro Lombardo, quien en el
siglo XII reunió y sistematizó los escritos de los Padres de la Iglesia en
cuatro temas: la Trinidad, la creación, la encarnación y el Espíritu Santo y
los Sacramentos (MARTÍNEZ & CORTÉS MORATÓ,
1992, pág. Pedro Lombardo) . Esta obra
constituyó el eje fundamental sobre el que se desarrollaron las enseñanzas en
las facultades de Teología.
¿No vemos en la dinámica de una libertad
de la palabra ceñida al texto que se lee, al servicio de una exterioridad de
esa misma palabra, un destello de lo que va a ser el trabajo del analizante en
el dispositivo psicoanalítico? Al mismo, ¿No vemos en este empeño que de allí
se deriva aquello que es lo peor de lo cual tenemos que estarnos cuidando los
psicoanalistas todo el tiempo, matando lo vivo de una experiencia sometiéndolo
a la camisa de fuerza de tiempo este empeño procedimental?
De la lectio se seguían las Glosas
o comentarios, que tenían la función de apoyar o refutar los argumentos
expuestos. Luego, en relación con la escritura, aparecieron las Sentencias y,
por último, en el apogeo del método durante el siglo XIII, las Sumas.
El segundo dispositivo de enseñanza, y que
aparece muy ligado históricamente al primero, es la llamada Disputatio.
Consistía en una discusión pública de cuestiones controversiales según dos
modelos. En primer lugar las quaestiones disputataes, basadas en las
discusiones ordinarias que mantenían los maestros de las escuelas, y que se
realizaban varias veces a la semana. En segundo lugar las quaestiones
quodlibetales, que eran más importantes y estaban destinadas a los
aspirantes a licenciarse en teología. Estas últimas se realizaban dos veces al
año, antes de Navidad y de Pascua. Mientras las primeras se referían a temas
fijados y determinados por los problemas de los que se ocupaban habitualmente
los profesores de teología, la temática de las segundas era libre, dentro del
marco de los textos habituales. (MARTÍNEZ & CORTÉS
MORATÓ, 1992, pág. Método escolástico)
El Diccionario Filosófico de Ferrater Mora
añade algunas consideraciones que nos serán de utilidad. En el artículo “Disputación”
(FERRATER MORA, 1979,
pág. 848)
aparecen las palabras latinas que hemos encontrado ya en el DFH, ampliadas y
expresadas en el orden histórico según el cual fueron convirtiéndose en
dispositivos de enseñanza y producción de escritos durante los siglos XII y
XIII. Acerca de la lectio aprendemos que, en un principio, constituía
una lectura de los textos que pretendía ser desinteresada, “literal y neutral”.
Posteriormente y debido a la equivocidad del lenguaje y a las dificultades que
produce al entendimiento, fue necesario incorporar la meditatio. Hay que recordar que es esta experiencia la
que nos va dando la idea del signo de puntuación, la idea de una preedición del
texto para fijar su sentido, y que entonces antes de la producción de estos
dispositivos la interpretación estaba más sujeta a las leyes de la asociación
significante.
Al parecer la meditación acerca de lo
leído fue suficiente mientras estaba referida a un único autor. Pero, en cuanto
el conjunto de autores aceptados para la lectura fue ampliándose, hubo que
intentar hacer explicaciones mediante glosas o comentarios. Estos se
clasificaron en dos tipos: los comentarios interlineales y los marginales. Los
primeros eran más fieles al texto que los del segundo tipo. Estos intentos de
explicación reorganizaron el texto en tres niveles.
A la lectio comentada se le
superpuso la explicación de las frases (litterae), y una interpretación
del texto que se acreditaba como la verdadera, la llamada sentencia. Al
conjunto que conforman las lecciones, explicaciones de frases y las sentencias
se le llama la expositio. Estas sentencias a su vez, como es lógico,
tendían a ser diversas según los comentarios se iban acumulando en las
exposiciones. Debido a esta diversidad surgen las quaestio, que
consistirán en una nueva reorganización del texto, la cual no anula la expositio,
sino que subsiste como género independiente. A la profusión de interpretaciones
que se deriva de las diversidades de lectura, sigue lógicamente la
interrogación y la contraposición.
Como ya vimos, las quaestiones se
organizaban, en un primer tipo – las quaestiones disputataes – si
correspondían a las discusiones ordinarias de los maestros en la enseñanza
habitual. Y en un segundo tipo, con temas de elección libre y que se realizaba
dos veces al año, las quaestiones quodlibetales. Esta distinción es lo
que Ferrater Mora nos presenta como un tercer género “todavía más independiente”,
llamado disputatio y en el cual las quaestiones podían ser orales
o escritas, o incluso ser establecidas textualmente luego de desarrollarse en
forma oral.
El despliegue del método escolástico nos
muestra que su principio general consiste en estar fundamentado en la
“reverencia y fidelidad a un texto” (MARTÍNEZ & CORTÉS
MORATÓ, 1992, pág. Método escolástico) . Y el contexto en el
que surgió lo abrocha estructural e históricamente a las universidades.
Gilsón nos dice que “Los dos métodos
principales de enseñanza en todas las universidades de la Edad Media eran la
lección y la discusión...” (1958, págs. T2-33) . Esto nos plantea la
pregunta de si en realidad se trata de un método como lo expone el DFH,
o si son varios. Y a su vez nos aclara la tentativa de Ferrater Mora de
plantearse la existencia de “géneros” en esta materia. En todo caso, la cita de
Gilson nos pone frente a la diversidad ordenada, a la multiplicidad organizada
de modos, de vías, que existían en la escolástica, referidas a la enseñanza y
la investigación de los temas.
Con una simplicidad profundamente
esclarecedora, Gilson nos explica que “la lección... consistía en una lectura y
explicación de cierto texto [mientras que] La disputa era una especie de
certamen dialéctico que se desarrollaba bajo la presidencia o responsabilidad
de uno o varios maestros” (GILSON, 1958, págs.
T2-34) .
Pero nos deja entrever además lo siguiente: “De la lección así entendida
han salido los innumerables comentarios de toda clase que nos ha dejado la Edad
Media, y en los que un pensamiento, con frecuencia original, quedaba disimulado
bajo la apariencia de una simple explicación de textos...” (GILSON, 1958, págs. T2-34) .
En esta cita encontramos una apertura a la
cuestión del autor, la autoría y la autoridad. Porque, si tomamos el ejemplo de
la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, “El monumento en el que el
pensamiento medieval alcanza plena conciencia de sí mismo y encuentra su
expresión más acabada...” (GILSON, 1958, págs.
T2-34) ,
el “autor” no equivale al mismo el mismo Doctor Angélico. Hipótesis que choca,
desde luego, con nuestra moderna noción de lo que es un autor y de sus
relaciones con lo escrito y el texto.
Cabe la pregunta ¿por qué es necesario
disimular la originalidad de una idea en el marco de este discurso emergente?
Hemos visto que se llamaba autor a un texto autorizado, al que se le suponía
central en la enseñanza; en el caso de los estudiantes de teología el ejemplo
paradigmático lo constituían la Biblia y Los Cuatro Libros de Sentencias de
Pedro Lombardo. Al respecto, y a modo de respuesta provisional, encontramos lo
siguiente en Ferrater Mora: “Tan pronto como se amplió el número de los auctores
aceptados – “recibidos” – para la lectura, se acumularon las dificultades” (FERRATER MORA, 1979,
pág. 848) .
Como hemos visto los autores constituían
el catálogo de los textos que iban a ser objeto de comentario y enseñanza. Los
textos en sí mismos, en cuanto estaban autorizados. Pero hay una experiencia
cáustica que la edad media encontró en relación con la libertad de la palabra.
Conforme se va interpretando y articulando un discurso sobre los textos
autorizados, se van produciendo fisuras, desacuerdos, desconcierto. Es un movimiento
centrífugo que además el amo ha alentado. El llamado a la metodologización de
la lectura está servido, no es pues el discurso del amo el que está llamado a
poner orden en los resultados de esta experiencia.
Entonces, el centro de la producción
intelectual en los siglos dominados por la filosofía medieval, de la cual no
podemos olvidar que contenía los gérmenes de lo que iba a ser el desarrollo
científico a partir de los últimos años del Renacimiento, estaba orientado por
la lectura y el comentario de los textos. Asimismo, esa situación ponía al
menos bajo una perspectiva diferente la cuestión de la novedad y la invención,
así como la de la autoría.
El pensamiento transcurría en el terreno
de la lectura, la glosa y el comentario. La invención era accidental con
respecto a otra finalidad importante, organizada por la emergencia de lo que se
suponía oculto en el texto, aquello que el texto tenía la obligación de
responder según las reglas de ese discurso, mientras que la autoría tenía
reglas totalmente diferentes a las del derecho de autor.
Trabajos citados
FERRATER MORA, J. (1979). Diccionario
de Filosofía. Madrid: Alianza.
GILSON, E. (1958). La Filosofía en la
Edad Media, Tomos 1 y 2. Madrid: Gredos.
MARTÍNEZ, A., & CORTÉS MORATÓ, J.
(1992). Diccionario de Filosofía. Barcelona: Herder.
[1] Según
el DRAE, Disputación es la forma castellana antigua para la palabra “Disputa”,
la cual es sinónimo de “Debate”
[2] El
sentido actual del término “arte”, más ligado a la creación de belleza (bellas
artes), no es exactamente el mismo, como vemos, del que se daba entonces a este
ordenamiento simbólico del saber, más ligado al sentido actual de la palabra
“técnica” (Ibíd.)
[3]
Según Alain Badiou, la resurrección del
Cristo, precedido por su encarnación y crucifixión, es también el
acontecimiento fabulado o real sobre el cual el primer teólogo del
Cristianismo, San Pablo, fundamentó su apostolado (BADIOU, 2000, pág. 87)
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