La revuelta de
Gadamer en contra de la ilustración y el cientificismo que llevaba aparejado,
significa una relación problemática entre dos discursos casi idénticos
estructuralmente, el de la Histeria y el de la Ciencia. Su revuelta lo hace
reivindicar la verdad como revelación, que es precisamente lo que queda
excluido del ámbito científico, determinado por la verificabilidad racional de
los enunciados producidos en su seno.
Hay una diferencia
estructural entre: a) El comentario de textos que propone Lacan en su vuelta a
Freud y eso que suponemos pudo existir en el momento lógico previo a la
fundación de las universidades y que se realizaba en las escuelas medievales,
ubicados en el Discurso del Analista; b) la Hermenéutica y la crítica
histórica, ubicadas en el Discurso de la Histeria; y c) la ciencia que funda
Descartes y se expande por todos los órdenes de saber que le fue posible a
partir del siglo XVII.
La diferencia
radica en el lugar que tiene pérdida de goce en cada una de estas
configuraciones del vínculo social: a) como expuesta y causa del deseo de
comentar un texto; b) como supuesta o verdad reprimida de la que se hace
síntoma un sujeto; o c) como forcluida o efecto de rechazo para poder fundar un
saber sobre lo real, sostenido en una certeza, que coincide con la relación de
un sujeto con un Dios que no engaña.
La
estandarización en los llamados métodos escolásticos en la fundación de la universidad,
está vinculada con un movimiento del comentario de textos hacia el Discurso
Universitario. El estándar metodológico es un saber expuesto sobre el cómo debe
ejercerse una praxis, con un añadido de burocracia y procedimientos para
garantizar el control de la emergencia del acontecimiento. Se puede rastrear en
los “métodos escolásticos”, una práctica lógicamente anterior que suponía el
saber al texto y promocionaba el acontecimiento y la inconsistencia.
En el
comentario de textos se comienza por la conclusión. Al estar el objeto de goce
en el lugar del agente, como causa, lo que hace es desnivelar, desigualar con
el entorno, ir en contra de la entropía como equilibrio. Ir en contra del
principio del placer en función, no ya de un fantasear de la completitud sino
en función de ubicar al sujeto en una determinada actualidad, para producir una
agudeza que le permita sortear el mar de pulsión de muerte que llamamos
cultura.
Es esto lo que
está como antecedente lógico del inicio de la universidad, hasta que las
escuelas pactan con el amo de su momento. Y posteriormente, ya en la modernidad
madura, con esa mutación maquinal del discurso de la histérica, llamada ciencia.
Desde estos dos hitos diferentes, el sentido de la lectura de textos no será ya
producir destellos de sin – sentido en relación con el saber supuesto a un
texto, sino proponerse comprender el efecto de la ciencia sobre la vida en
general. Hacer la filosofía de la ciencia, la sociología de la ciencia, la
historia de la ciencia. Enseñar los logros heroicos de la ciencia, pensar la
ciencia, encapsular la ciencia. Aplicar la ciencia, extender el discurso de la
ciencia a todos los entramados del orden social. Crear la “ciencia unificada”,
el sueño del positivismo lógico. Pero también reformar las instituciones
universitarias para hacer todo lo que se pueda hacer de modo científico, con el
método científico aun ahí donde no se pueden esperar más que efectos
contradictorios de esta tentativa. La universidad moderna es un dispositivo
para encapsular la ciencia y ponerla al servicio del orden social, servicio al
cual ella no se resiste con mucho ahínco. También será el lugar del texto
enciclopédico, no ya como palabra revelada de un Dios vivo que quiere decir
algo, sino como el mar de los nombres propios de los muertos, dispuestos en
orden alfabético.
La universidad
ya se había mostrado eficiente, en sus comienzos históricos, como dispositivo
para encapsular las escuelas en las que el comentario de textos era la labor.
Para servir al propósito del Papa y del Rey de estandarizar las respuestas
posibles que podían surgir del pensamiento medieval. Para empujar al
metodologismo que terminó por hacer tanto hincapié en las formas de los métodos
escolásticos, que ya nada de lo que se producía podía ser considerado más que
tonterías, terquedades, imposturas[1].
El Discurso Universitario produce sujetos sintomatizados en relación con el
saber, que se convertirán en escépticos cuestionadores, ideales para el nuevo discurso
emergente de la ciencia.
La universidad,
que fue establecida para la defensa de las comunidades universales que
encontraban asiento en los alrededores de Paris y otras ciudades importantes en
la Alta Edad Media, rápidamente devino en formadora de teócratas (GILSON, 1958, págs.
T2-27) ,
para pasar en la modernidad a la formación de burócratas. En nuestra época se
forman allí los llamados tecnócratas.
La universidad
fue desde el principio un intento logrado para controlar los efectos políticos
de la discusión de los textos, de la la proliferación enunciativa de la
agudeza. Con el saber como agente, no deja ver la verdad de su discurso,
albacea del decir de un Dios muerto, que debe ser objeto de interpretación
autorizada. Es el discurso de la reglamentación, del rito, del dogma, de la
burocracia eclesiástica, de la teocracia que nos menciona Gilson. Pero también
en la modernidad, de la burocracia secular, de la tecnocracia producida por las
universidades aliadas ahora al Discurso de la Ciencia, de la estandarización de
todas las prácticas que se someten a su saber con pretensión de absoluto.
El Comentario
de Textos se distingue así de la histérica comprensión, y la universitaria
estandarización. El saber que produce confusión, se distingue del escepticismo
que empuja a saber y del deseo de la máxima diferencia. Hay una distancia entre
la confusión y el sin – sentido, frente a la compulsión a saber más y más.
Ese esfuerzo
monumental de concentración y fijación eternizada del sentido, que se llama el
saber universitario, no se hizo posible sino como defensa frente a un tipo de
relación con el saber que estaría sería el presupuesto fallido de su emergencia.
Esta práctica es la que Lacan rescata de las oscuridades de la historia del
pensamiento, para utilizarla en su vuelta a Freud. No deja de ser inquietante
el hecho de que el nombre de Freud esté constantemente censurado de los ámbitos
universitarios, dándonos la percepción del horror que produce el retorno de lo
reprimido.
Más que el
retorno de lo reprimido, es el retorno de la vergüenza, del saber supuesto, en
oposición al saber expuesto, y la promoción de una práctica que se sustenta en
principios, pero que por la naturaleza misma del texto del que se ocupa, es
decir el del inconsciente, no soporta la reglamentación de la lectura. Si bien
está sostenido por una ley que lo regula, de no ser así no sería un discurso,
no tolera un procedimiento sin que se cierre el texto que quiere hacer hablar.
Porque aunque uno esté sometiendo a comentario al texto más alejado
aparentemente del psicoanálisis que podamos imaginar, lo que habla allí, de
estar efectivamente haciéndose un comentario, es el sujeto del inconsciente; y
lo que se produce, en lugar de universales o generalizaciones, es la distinción
máxima.
Trabajos citados
GILSON, E.
(1958). La filosofía en la Edad Media. Tomos 1 y 2. Salamanca: Sígueme.
[1] Al
respecto es sumamente ilustrativa la etimología de la palabra inglesa “dunce”,
la cual proviene del nombre del filósofo de la Edad Media Juan Duns Escoto.
Esta es una apreciación obviamente injusta sobre uno de los comentadores más
importantes del escolasticismo, pero muestra parte del origen del rechazo de
las generaciones posteriores a una forma de pensamiento anquilosada.
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