En el tomo XIV de la edición de Amorrortu de las Obras Completas de Sigmund Freud, al final de “Lo Inconsciente”, texto de 1915 perteneciente a los trabajos sobre Metapsicología, encontramos tres apéndices. Dos de estos apéndices están extraídos de la monografía “Sobre las afasias”, publicado en 1891, que venimos de comentar y que no figura entre la recopilación de Strachey ni la de Ballesteros.
“El paralelismo psicofísico”, nombre que
lleva el segundo de los apéndices mencionados, nos pone en una discusión de
esta época cuya hipótesis fundamental es que hay alguna clase de concomitancia
entre los fenómenos de la realidad psíquica y lo somático. Necesario es que
Freud abandone dicha hipótesis, con una provisionalidad que va a hacerse eterna
más acá del Proyecto.
Es en el tercero de los apéndices, llamado
“Palabra y cosa”, que es necesario detenerse y leer. Vemos los esbozos de una
teoría del significante, la misma teoría que le va a servir cada vez que sea
necesario tratar con lo simbólico. Desde el precitado capítulo de La
Interpretación de los Sueños, hasta Más Allá del Principio del Placer, subyace
la misma teoría con modificaciones que sería interesante calibrar. Dicha teoría
está estructurada con tres instancias diferentes: una superficie de
inscripción, que podríamos llamar lo inscribible, algo que inscribe o lo
inscribiente y lo inscripto.
Lo inscribible, supuesto a ser el “aparato
del lenguaje” localizado según Freud en 1891 en el cerebro, pasará a ser el
aparato anímico en 1900, para no volver a cambiar, no obstante lo problemáticas
que eran para él las relaciones entre lo psíquico y su soporte físico. Lo
inscribiente cambia menos. Se trata siempre de montantes de excitación que le
vienen del exterior al sistema, sean los montos energéticos del “mundo
exterior” o los de los representantes de lo somático en lo psíquico, es decir
las pulsiones. Lo inscribiente es la excitación, el goce.
Lo inscripto es llamado por Freud
“representación”. La “representación de objeto”, posteriormente “representación
de cosa” en “Lo Inconsciente” de 1915, si bien debe deducirse que es
particular, estará sometida a las mismas leyes de condensación y desplazamiento
de la producción poética y económica del proceso primario. Las “representaciones
de palabra” son de la misma tónica que las anteriores sólo que presuponen un
otro del cual uno debe imitar o repetir, para que se inscriban. Las
asociaciones entre las representaciones de objeto y las de palabra constituyen
la significación para Freud.
Tenemos así una teoría de la letra o de lo
inscripto que incluye un elemento insignificante y cacofónico, pura musicalidad
de la palabra. Es lo común, lo que llamamos el significante, lo que nos viene
de quien lo aprendemos. Pero por otra parte hay un conjunto de representaciones
que no compartimos con nadie, que constituyen las marcas de satisfacción
idiolécticas, que al asociarse con las anteriores producen la significación. La
instancia de la letra en el inconsciente está constituida por estas dos formas
de lo inscripto. Una letra que tiende a lo universal en una comunidad y una
letra que tiende a lo más particular, punto de fuga del pensamiento y del
sentido en un sujeto.
Este es un sistema del que se deduce que
el malentendido es la regla. Es un sistema casi por completo solipsista, de no
ser por la cacofonía insignificante de los fonemas que aprendemos de nuestra
comunidad. Es un sistema del que se deduce un tratamiento de los males morales
y corporales de un sujeto en el caso por caso. Del que se deriva la
interpretación como a-semántica, la letra como condensadora de excitación y del
significante como radicalmente insignificante en su estructura primordial de
oposición entre dos, o entre uno y el conjunto. Es un sistema al que sólo hace
falta poner el objeto que produjo la primera representación de cosa como
imposible de reencontrar y ya se obtiene el campo para una economía del deseo
humano.
Lo verdaderamente sorprendente es que
todos estos asertos, construidos por más de cien años de labor psicoanalítica
en Europa y América y otras partes del mundo, estaban de algún modo emergiendo
en los trabajos de un neurólogo de treinta y cinco años quien a comienzos de la
década de los ’90 del siglo XIX, no podía tener la más mínima idea de que iba a
hacerse universal su nombre por inventar el psicoanálisis.
Si rechazamos cualquier evolucionismo en
la historia de las ideas, o cualquier visión heroica, cómo podemos explicarnos
este rasgo de evidente genialidad. Podría pensarse que Freud se vio llevado a
construir una teoría del lenguaje derivado por sus experimentos neurológicos y
su interés en estudiar las perturbaciones del lenguaje como las afasias. Debido
a la precisión de los enunciados, verdadero dispositivo diferenciador del
discurso científico según Koyré, Freud se vio obligado a abandonar el
paralelismo psicofísico, justamente por la falta de pruebas para sustentarlo.
La clave para entender la emergencia del psicoanálisis en todo caso sería el
abandono del paralelismo psicofísico, sin abandonar el marco teórico que se
había construido a partir de este debate.
Sin embargo, un siglo de avances
científicos en la neurología y psiquiatría farmacológica nos demuestran que no
es cierto, al menos totalmente, que la idea de un paralelismo psicofísico fuera
radicalmente infructuosa o falsa, antes bien es necesario encontrar otra razón
para el abandono que de ella hace Freud. Una razón que tal vez no sea
propiamente científica sino ética.
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