Según el
diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, leer está íntimamente
ligado a la comprensión de lo escrito. Pero no siempre fue así, es decir, esta
palabra no siempre significó lo mismo. En el mismo diccionario aparece, como
última acepción, poco usada, la relacionada con la lectio medieval, es decir el
acto de enseñar un maestro a sus alumnos. Desde esta perspectiva, leer es
explicar. Desde la edad media hasta ahora, leer pasó de escuchar, explicar o
entender a comprender.
En este lapso
de tiempo encontramos a “El Quijote”. En el llamado Siglo de Oro, Covarrubias
en su “Tesoro de la lengua castellana o española”, define el verbo “leer” como
“pronunciar con palabras lo que por letras está escrito”. Pero, como nos lo
muestra Margit Frenk, en su excelente ensayo “Oralidad, Escritura, Lectura”,
aparecido en la edición de la Asociación de Academias de la Lengua Española,
con motivo del IV centenario de esta obra de Miguel de Cervantes, “leer”
significaba también oír lo que otro lee en voz alta, recitar de memoria, y a
veces, y esto es lo importante aquí, significaba leer para sí mismo. El hecho
de que este significado no fuera el principal se comprueba porque siempre que
se usaba en esta acepción había que aclararlo. Inversamente a lo que sucede en
la actualidad, que debemos aclarar “en voz alta”, porque lo habitual es la
lectura “para sí”.
En 1891, el
neurólogo Sigmund Freud publicó su monografía “Sobre las Afasias”. Ahí,
construyendo una teoría del “aparato del lenguaje” del cerebro, que le
permitiera explicar el funcionamiento de ciertas perturbaciones del lenguaje,
pasa a considerar, basándose en su experiencia subjetiva, la forma como los
sujetos se hacen de las destrezas del habla, la lectura y la escritura.
Es curioso que
cada teoría o pensamiento importante que Freud tenía, los experimentara consigo
mismo, posiblemente no fuese algo extraño para los científicos naturales del
siglo XIX. Sabemos por su propio testimonio, que cuando hablaba de la pulsión
de muerte, la experiencia de lo siniestro, las maravillas o desgracias de la
cocaína, o la teoría de los sueños como realizaciones alucinatorias de deseos,
lo estaba extrayendo de su propia experiencia.
El más extenso
de los parágrafos está dedicado a cómo aprendemos a leer. Lo hacemos porque ya
está escrito en nosotros el sistema de las representaciones objeto y palabra.
Reconocemos una letra en un papel como un pálido reflejo de la letra que es el
fonema que hemos repetido del otro antes para poder aprender a hablar. Es este
el texto que leemos, el de las inscripciones que sobre nuestro aparato psíquico
hacen las excitaciones provenientes de su exterior, que no es la realidad
propiamente. Las leemos como hablamos, es decir, traduciendo. En este sentido
Freud considera que la palabra “leer” tiene un significado parecido al que le
daba la edad media o el Siglo de Oro español. Significa trasponer las
representaciones de cosa en representaciones de palabra, siguiendo las leyes de
éstas últimas. De modo que la lectura siempre es en voz alta.
Así, nos
propone tres tipos de lectura. La primera, nos dice, es como cuando un sujeto
lee pruebas de imprenta, pronto pierde el sentido de lo que está leyendo, deja
de comprender, por poner atención a las particularidades de las letras. En
segundo término está el sujeto que lee una novela, hace caso omiso de las
fallas de imprenta, se permite no saberse los nombres extranjeros y sólo los
recuerda muchas veces por una letra rara, este es el sujeto que comprende.
La tercera de
las formas de lectura es cuando se lee en voz alta, se pierde la comprensión
por poner atención a la letra del texto que se lee, por decir esas letras con
precisión suficiente para que las entienda quien las escuche. Cuando un sujeto
lee para comprender, lo puede hacer en voz baja. En la disyunción exclusiva que
Freud nos propone, el sujeto deja de poner atención a la letra para comprender.
Cuando, por el contrario, un sujeto pone atención a la letra no comprende nada,
o tiende a perder la comprensión conforme progresa en la experiencia.
Durante esa
década el neurólogo Freud, devendrá en el psicoanalista Freud. Con este
neologismo intentará dar cuenta de una experiencia en la cual un sujeto le lee
en voz alta a otro que pone la atención en las fallas de escritura de su
discurso. El analizante y el analista se encuentran, en virtud de la estructura
de la experiencia de la lectura, más acá el uno, más allá el otro, de la
posibilidad de comprender lo que dice el primero.
Cuando un
psicoanalista invita a un sujeto a decir todo lo que se le ocurra, según la
regla técnica fundamental, podríamos decir que lo está invitando a “recitar” lo
que pasa por su pensamiento. Es una lectura en voz alta, cuyos inevitables
tropiezos nos harán comprobar o no la hipótesis de un inconsciente en ese
sujeto. Cuando el analista le pone atención a esta lectura en voz alta, está
distrayéndose del sentido por perseguir las repeticiones fonemáticas que
produce en su proferir palabras el analizante. El acto del psicoanalista, su
interpretación, corresponde con una prohibición que le hace al sujeto que se
analiza de comprender lo que dice, forzándolo a elegir la precisión de los
enunciados sobre su propia historia. Forzándolo a seguir su propio discurso al
pie de la letra, aun cuando esta precisión hace saltar su propio discurso en
mil pedazos a cada momento.
Encontramos
aquí al sujeto de la ciencia acostado en un diván. Que buscando la precisión,
el significante que le de consistencia a su discurso, es decir, el significante
al que queda reducido el Dios de Descartes, encuentra la indeterminación de
Heisenberg. Lo que es des-preciable en el discurso común se hace in-soportable
en el decir del analizante. ¿Cómo esta cosa no pasa a ser rechazada o
transformada en saber, sino convertida en causa del deseo del analizante? Es
con la compañía de un psicoanalista que tiene la posibilidad de leer sin
comprender para entonces poder actuar.
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