El Silentium Milleri, o el silencio de Miller, es
quizás el aspecto que se me hace más evidente conforme avanzo en la lectura de
este seminario[1]. Siguiendo
la recomendación de Ángel Sanabria, vi por YouTube el argumento que sobre éste
hizo Graciela Brodsky[2].
Me golpeó como un rayo su puntuación: lo que dice Miller, como algo nuevo que
aclara y hace avanzar la doctrina de Lacan, es inmediatamente tomado como sabido
desde siempre y se cita sin citar.
Aunque entiendo que esta problemática está planteada en 1995 unos pocos años antes de las crisis que culminó con la única división de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AMP), el aparato lógico de mi neurosis obsesiva comenzó a examinar cuántas veces lo habré hecho yo mismo. Esta interpretación determina entonces buena parte de la lectura que estoy haciendo del seminario.
Si consideramos como un nudo Borromeo los aspectos clínicos,
políticos y epistémicos del psicoanálisis que hacemos hoy, habría que pensar en
el trabajo de Miller como un cuarto redondel, sin el cual nada se entiende,
nada subsiste, nada se sostiene.
En el redondel clínico, dado que estar en formación en la
escuela implica que el encuentro con algún texto o con algún comentario tiene
efectos performativos en el modo en que pensamos y actuamos en nuestra práctica.
Desde el análisis personal, la supervisión y el pase, cada aspecto de la
formación – y por añadidura los análisis en los que la aplicamos – lleva la
impronta del trabajo de lectura que hace Miller de la obra de Lacan.
En el redondel político, las instituciones y dispositivos en
los que se desarrolla dicha formación están entretejidos materialmente con sus
actos de fundación, de soporte, de consejo. Su labor política le ha dado forma
a nuestro mundo en sus siete escuelas y en la AMP, muchas veces en oposición al
conjunto, otras veces dialogando con este. Esto va desde una formalización del
cartel hasta una experiencia del dispositivo del pase que se mantiene en
continuidad desde hace más de cuarenta años.
En el redondel epistémico, cada seminario de Lacan que
leemos es un texto establecido por Miller. Detengámonos por un momento a
considerar lo que esto significa. Desde los nombres de los capítulos y su
organización en parágrafos numerados, hasta el epígrafe donde presenta las
temáticas y la cadencia misma del texto. Esta sola labor, sin tomar en cuenta
los Otros Escritos y otros textos de Lacan establecidos por él, hace que la
impronta de su lectura se extienda mucho más allá de las siete escuelas,
haciendo del Campo Freudiano más precisamente ese espacio que Lacan formalizó
en el Acto de Fundación. El inmenso esfuerzo de esclarecimiento que es su
seminario de la orientación lacaniana hizo de Lacan un autor reconocible en
múltiples campos de la cultura.
No se puede hacer este inventario de una manera precisa;
intentarlo solo dejaría cosas por fuera, además de la experiencia de formación
de miles de personas que hemos estado agrupados bajo los significantes y
dispositivos en los que encontramos acogida. Sin embargo, quiero intentar formular
algo de este asunto a partir de la lectura de este seminario en particular.
La historia del movimiento psicoanalítico puede captarse a
partir de esa función de cuarto redondel que han ocupado el inventor Freud, el formalizador
Lacan y el globalizador Miller. Cada uno de los dos subsiguientes se ha
consagrado a una lectura sui géneris de su antecesor, lo que lo convierte en su
lector paradigmático.
Dicho por él mismo: “Me convertí, durante al menos dos
décadas en una especie de San Pablo de Lacan a lo largo de Europa y de América
Latina, y un poco en los Estados Unidos”[3].
El lector paradigmático es una función paulina que transforma un acontecimiento
local en un movimiento que concierne a la Ecúmene.
El término Silet no se refiere solo a la oposición entre
el silencio del analista (fundamento de toda posible interpretación) y el
silencio de la pulsión (diana a la que apunta) sino también al silentium
Milleri como la posición del lector paradigmático. Esta posición evoca la
queja de Étienne Gilson, quien al referirse a la Suma Teológica como “el
monumento en el que el pensamiento medieval alcanza plena conciencia de sí
mismo y encuentra su expresión más acabada”, lamentaba que en la disciplina del
comentario de textos que le sirvió como método, “un pensamiento con frecuencia
original quedaba disimulado bajo la apariencia de una simple explicación de
textos.”[4]
Es en virtud de este trabajo disimulado que el lector paradigmático actúa como
el dedo de San Juan Bautista, cumpliendo una función análoga a la
interpretación.
Entonces cuando Miller dice en el capítulo “Arquitectura
conceptual”, que “habitamos la casa de Lacan bastante rencauchutada” (p. 112) y
establece esta alegoría arquitectónica en la que Lacan parasitó la casa de
Freud, reorganizó los muebles y la remodeló, podemos ubicar el trabajo
silencioso de Miller haciendo lo propio con esa casa que Lacan hizo a partir de
la de Freud. Este trabajo silencioso nos ha acogido y cobijado y se ha
convertido en el sueño de Lacan de un refugio y una base de operaciones contra
el malestar en la cultura en su escala global.
Este seminario nos hace enfrentar que esa casa tiene una
grieta en los cimientos: “hacer concordar valor de verdad y valor de goce es el
problema de la enseñanza de Lacan” (p. 61) el sujeto se satisface con el
significante que debería poner límite al goce (p. 93), el cual en sus
diferentes modos se convierte en la lengua franca del discurso psicoanalítico.
La inexistencia de articulación entre la palabra y el goce afecta
nada menos que la naturaleza misma de la interpretación. De ahí que lo que mantiene
cohesionada la casa sea, exclusivamente, la transferencia. En virtud de esta
última, siguiendo la estela de Miller, nos esforzamos por transformar esa
grieta en un espacio fecundo.
[1]
MILLER, J.-A. (2025) Silet. Buenos Aires, Paidós
[4] GILSON,
E. (1958). La filosofía en la Edad Media. Madrid: Gredos T2-34)
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