jueves, 28 de abril de 2022

Los imposibles imaginarios y el poder político de la impotencia


 Estando muy joven luego de un par de seminarios que algunos miembros de la escuela lacaniana dictaban en la universidad, formé parte de un cartel por primera vez. Mis compañeros de dispositivo tenían cierto recorrido y quien funcionaba como más uno mantuvo el orden necesario para que la mayoría alcanzáramos a producir algún texto. Como estudiaba sociología y aún no me había graduado, pero había encontrado en el psicoanálisis lacaniano una seriedad que me atrapó para siempre, tenía la fantasía de producir un mapa mundial con los síntomas sociales que me sirviera como tesis de grado. Por supuesto esa fantasía se desvaneció en el mismo ejercicio de escritura que me llevó a presentar como producto en unas jornadas de la escuela la crítica de la noción misma de “síntoma social”.

Mi trabajo produjo un revuelo. Tres personalidades de esa escuela lo criticaron muy duramente, a viva voz y con una agresividad gratuita. También otros se levantaron para decir que yo podía decir, que se podía decir. Encontré en mi recorrido en el cartel el coraje para sostenerme en ese momento crítico, y años después en mi análisis entendí que después de ese momento si me había mantenido en la escuela, no era sin un cierto masoquismo. Afortunadamente, en esa ocasión todo se saldó positivamente para mí, precisamente porque el trabajo había salido de un cartel, y realmente no estaba diciendo ningún disparate. Así inició mi recorrido en el movimiento lacaniano.

Casi 25 años después, en una invitación que me hicieron recientemente de otra ciudad de la NEL, me llamó la atención una serie de intervenciones de personas jóvenes que apuntaban a un desaliento en relación con el acto analítico y con el trabajo de escuela. No era el espíritu general, pero hizo suficiente ruido como para hacerme pensar. Que se cuestione la condición de posibilidad misma del trabajo cotidiano de un psicoanalista o de una escuela de orientación lacaniana no es algo que nos deba dejar tranquilos.

Se me ocurrió en ese momento, para responder ante la enunciación mortificada y mortificadora que leía, distinguir entre imposibles reales e imposibles imaginarios. Los primeros, lo sabemos, nos orientan. Que psicoanalizar y que hacer escuela sean imposibles en lo real es vivificante, puesto que lo lleva a uno a inventar maneras de sortear cada vez el problema que ha elegido el propio deseo como su casa y su causa. Es el placer de hacer posible, de jugárselas, de arriesgar, de echar la suerte cada vez.

Que psicoanalizar o hacer escuela no se puedan hacer en absoluto, porque Lacan dijo en un lugar tal cosa, o porque tal tópico lo repiten ciertas autoridades enunciativas, he aquí un imposible imaginario diseñado para minar la posibilidad de la formación psicoanalítica y de la práctica institucional. Usar el detalle del saber, como objeto de fijación fálica para trabar un funcionamiento, para cortar la alegría que puede brindar el trabajo con otros.

En mi primer recuerdo, los agentes de eso eran las personalidades. En el detalle reciente, eran un par de jóvenes. Nadie está exento.

Mi propuesta inicial para hacerme elegir director de la NEL Bogotá en septiembre de 2020 tenía tres coordenadas:

Que se formaran tres carteles por el espacio de un año, con tres temas que habíamos leído, ya para estas alturas los tres miembros del directorio entrante, como de capital interés para la comunidad de trabajo que se asienta en Bogotá. Los miembros y asociados iban a elegir libremente no solo el tema al cual se iban a adscribir, sino que podían elegir no participar, como efectivamente hicieron algunos pocos.

Que de esos carteles emergiera una actividad mensual con la cual ese cartel iba a contribuir a las actividades de formación de la comunidad.

Que luego del trabajo de un año, los tres carteles dieran cuenta de sus avances, de sus dificultades y de sus impases en unas jornadas de carteles.

Todos los que aceptaron formar parte de esos carteles sabían cuáles eran las reglas. La gran mayoría de los miembros y asociados constituyeron los tres carteles con esas premisas. Y aquí estamos más de un año después dando cuenta de este recorrido, con sus problemas y con las soluciones que se encontraron a merced de una experiencia radical de cartelización. Dónde estuvieron los atascos, dónde las vías de solución, es algo que ahora está a plena luz para quien quiera leerlo.

La escuela es una experiencia libidinal, una experiencia de satisfacción. Sabemos que para los hablantes la experiencia de la satisfacción es un mar lleno de remolinos y peñascos. Es eso lo que llamamos síntomas, y es nuestro trabajo permanecer leyéndolos para poder franquearlos. Una comunidad que funciona bien no es psicoanalítica.

Como se ha demostrado este año, el cartel es un instrumento lo suficientemente flexible y sólido como para dar los referentes de esta lectura que estamos llamados a hacer si queremos navegar entre esos remolinos y esos peñascos que produce inevitablemente la comunidad de trabajo que se congrega alrededor de la causa freudiana.

Este es un decir que puede sostenerse sin masoquismo, con alegría. Abiertos a las enunciaciones de quienes quieran incorporarse a la tarea de hacer existir el psicoanálisis, sabiendo los riesgos a los que se exponen si hacen esta apuesta.

Mediante el yo olvidamos que no existe más que la ley de la combinatoria de elementos discretos - partículas, genes, sinapsis, letras. Como el ser hablante, la escuela tampoco tiene una sustancia y su progreso depende de leer el clinamen por el cual se producen las agregaciones.

¿Se puede desear que esa ley encuentre su epifanía en alguna parte? Como lo formula Juanito, se puede desear cualquier cosa. El asunto es estar dispuestos a aceptar las consecuencias de ese deseo.

El cartel realiza en la escuela la epifanía de esta ley y actualiza los callejones sin salida permitiéndonos establecer políticas del síntoma.

Escuchemos pues la ley de este ocaso para repensar un nuevo amanecer de lo singular.

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