domingo, 24 de mayo de 2020

¿Es que la ciencia también se volvió loca?

“Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Fue el verso que asoció libremente Robert Oppenheimer en el momento de su triunfo, cuando contempló el éxito de la prueba de la bomba nuclear en Nuevo México, el 16 de julio de 1945. Es el mito de la emergencia de un nuevo tipo de científico.

Hasta ahí solo existía el científico que se angustiaba frente a la confrontación de los resultados de su trabajo con el orden social. Es la angustia de quien está identificado con la verdad, una angustia heroica y emocionante. Es Galileo espetándole “eppur si muove” al peso aparentemente inamovible de la jerarquía que lo está condenando o Darwin postergando la publicación de su libro hasta el extremo. Una angustia que se resuelve mediante el coraje.
La de Oppenheimer no es esa, sino la de quien yendo demasiado lejos termina por encarnar el mal absoluto. Se resuelve en culpa y propósito de enmienda, dos cuestiones por completo ajenas al discurso de la ciencia. Es de este científico angustiado del que nos habla Lacan en “El triunfo de la religión”, cuando pone el ejemplo del biólogo capaz de crear un microorganismo que al escapar de su laboratorio, borre la existencia de nuestra desdichada especie de la faz de la tierra. Por cierto una de las pesadillescas “teorías” de lo que sucede en este momento.
Uno de los resultados de este nuevo científico angustiado, junto con un siglo de filósofos despertando a la inexistencia de la simbiosis entre ciencia y vida, es una masa que sospecha de una élite científica cuyas explicaciones le son cada vez menos intuitivas y que está dispuesta a consumir y a creer cualquier explicación “alternativa” a la oficial. Entonces para escapar de esa argamasa de sentido y cifra que es la colusión entre el poder y la ciencia, hay que delirar en masa. Para resistir al poder hay que resistir a la “élite” científica, sometiéndose en vez al enunciado que resulta útil a mi pequeño grupo.
Sería el momento apocalíptico de la confrontación entre la luz de los consensos científicos y las oscuridades de la masa empecinada, si no fuera porque el discurso de la ciencia tiene sus propios problemas. Los estados se han proveído de una intrincada burocracia para definir los programas que merecen abrir el chorro, mientras que las corporaciones invierten montones de dinero en investigación y desarrollo para que los científicos creen los objetos que mañana circularán en los mercados.
Hay que competir por esos recursos, por esas posiciones. Cierto es que las defensas del discurso son tanto más fuertes conforme el poder se aproxima a su núcleo. Su ética, a la que llama “método científico”, es un nudo difícil de aflojar. Pero el sistema no es absolutamente a prueba de tontería ni de oportunismos, pues “…todo eso ha saltado por los aires. En medio de la incertidumbre, ciudadanos, gobernantes y sanitarios demandan certezas inmediatas: qué funciona, qué no, qué nos protege, qué nos perjudica. Miles de científicos del mundo, de todas las disciplinas, han puesto su mira en este nuevo coronavirus. ¿El resultado? La mayor avalancha de estudios científicos que se haya visto... Desde 2004, se publicaban de media unos 3.000 artículos sobre coronavirus al año. Ahora mismo, se publican 700 cada día. Llevamos unos 20.000 en tres meses”.[1]
En su afán por autorizarse en el saber científico, el amo se apresura a utilizar material que no ha sido controlado adecuadamente por los dispositivos del discurso de la ciencia. La novedad no es que el amo actúe así, sino que el científico con sentimiento de culpa por no estar a la altura de la emergencia o ansioso del reconocimiento que le garantizará financiamientos más adelante, está saltándose los controles enunciativos que le han dado organicidad a su discurso por cuatrocientos años.
El ibuprofeno es mortal para las personas con la enfermedad; el virus tiene una similitud con el del VIH que no puede ser natural; el redemsivir o la hidroxicloroquina son los tratamientos que nos van a sacar del transe; son algunos de los enunciados hipotéticos que en este apresuramiento no pasan por el tamiz del método, o pasan por un tamiz agujereado por los intereses corporativos o estatales y que son tomados en la diatriba política y utilizados para tomar decisiones que afectan a millones.
Es una advertencia para nuestro discurso que se abre con una escucha paciente y se relanza con una reflexión sobre los tiempos lógicos: Un discurso que rinde sus dispositivos fundamentales para adecuarse a los tiempos que marcan los estados, los dispositivos globalizantes o las corporaciones, está irremediablemente perdido.

*Psicoanalista en Bogotá, Miembro de NEL y AMP. Participante de Zadig - LML en Colombia.


[1] Salas, J. (04 de mayo, 2020). Sepultados bajo la mayor avalancha de estudios científicos. El País. Recuperado de https://elpais.com/ciencia/2020-05-04/sepultados-bajo-la-mayor-avalancha-de-estudios-cientificos.html

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