domingo, 16 de agosto de 2015

Contra el lamento venezolano

Hace muy pocos días me vi involucrado en un intercambio poco amistoso con un conocido humorista gráfico venezolano por la red social Twitter. Él estaba molesto porque Nicolás Maduro estaba celebrando el cumpleaños de Fidel Castro en La Habana, y tuitió que “Solo un venezolano eunuco, ignorante, pendejo, permite que el supuesto presidente vaya a celebrar el cumple de Fidel con su pueblo hambriento”.

Le pregunté si él era venezolano y si se refería a sí mismo. Mi idea era subrayar que echarle la culpa a todo el mundo por las tropelías de esta gente, llamándonos a todos “eunucos, ignorantes, pendejos” es por lo menos una generalización inadecuada, pues ¿qué poder tengo yo, o él mismo, para detener en este momento los sinsentidos y despropósitos destructivos de la casta gobernante?


No debí haberme hecho entender, puesto que su respuesta fue cuestionar mi carácter de profesor universitario diciendo que ese título (sic) debía ser “chimbo como la nacionalidad de Maduro”, para terminar mandando saludos a mi “familia en la cola” para comprar comida, luego de llamarme “ignorante”. Supongo que si me entendió, entonces la única respuesta “adecuada” sería salir a inmolarse porque Maduro le pica la torta a un Fidel Castro cuyo infierno lo está viviendo en la tierra, conforme avanza la distensión de su hermano con los Estados Unidos. Puede que parte del malentendido es que yo haya interpretado que él hablaba de "un venezolano" en genérico, cuando se refería a alguien en específico.

En cualquier caso la situación me hizo reflexionar en que si se tiene la posibilidad, casi milagrosa en la actualidad, de salir del país ya sea de vacaciones o a hacer alguna diligencia, se encuentra uno con la queja de compatriotas que han tenido que irse o con las informaciones que los nacionales de esos países han escuchado directamente de ellos, dada la enorme diáspora venezolana. Una diáspora que está desangrando la capacidad profesional del país y que parece calculada desde algún oscuro rincón del estado por algún burócrata para que la casta dominante se libre de una vez por todas del tipo de sueño con el que duerme la clase media profesional en casi todos los países del mundo globalizado. Pues se trataría de que todos soñemos un mismo y único sueño, o que por lo menos disimulemos lo que nos inquieta de las catástrofes que los ideales impuestos a punta de dinero, sangre y fuego han producido en la historia reciente.

Esas quejas e informaciones distan de ser exageradas o mentirosas, y cualquiera que quiera acercarse a nuestra infernal actualidad puede percatarse de ello. Además provienen de gente que ha sufrido de primera mano estas situaciones y que probablemente por ello hayan decidido dejar su país. El problema es que esas informaciones le importan a muy poca gente. Y solo serán tomadas en cuenta en la medida en la que en sus diatribas nacionales, en esta época altamente polarizada de la política global, sean útiles para argumentar en contra de tal o cual partido, sea que esté en el gobierno o que intente llegar a él.

Es muy sencillo para la casta gobernante venezolana contrarrestar el efecto de esas informaciones, porque en una época aburrida del problema de la verdad y que pone en su lugar al emocionante perspectivismo de la opinión, se puede inventar cualquier cosa y se encontrará público suficiente para convertir una catástrofe humanitaria en una lucha para librarse del imperialismo o cualquier otra estupidez por el estilo. Lo cual vale también para el caso contrario en el que un pueblo esté efectivamente luchando para librarse de un agente nacional de un poder transnacional. Frente a la “opinión pública” global no se trata de tener razón, ni siquiera ya de convencer a la mayoría, basta con sembrar la duda para alargar el tiempo de saqueo por parte del sector interesado.

Hay otro factor que hace de ese lamento venezolano una catarsis infructuosa. Es que es probable que dada la densidad histórica del siglo que acaba de terminar, esos países hayan pasado hace una o dos generaciones por situaciones por lo menos equivalentes si no mucho peores que la venezolana. Y que sus sistemas educativos y sus producciones culturales, como el cine o el teatro, mantengan viva la memoria de ese pasado espantoso. Y aún si se tratara de un país relativamente tranquilo, les parecerá increíble. Como cuando un canadiense interrogado recientemente sobre la crisis del papel higiénico venezolano, respondió que no entendía el problema y que si nos faltaba el papel higiénico deberíamos ir a tomarlo gratis de los baños públicos.

Un amigo cubano a comienzos de la década pasada, cuando en Venezuela estaba comenzando apenas este experimento, cuyos jefes de laboratorio no llamaban aún “socialista”, me contó cosas tan terribles vividas en su país que me costó darles crédito. Le pregunté por qué no hablaban más de eso los cubanos, que siempre uno escuchaba las mismas quejas de la falta de democracia y de las dificultades cotidianas de la vida. Me respondió que él había dejado de hablar de eso porque nadie le creía y lo veían como si lo estuviera inventando para desacreditar a un gobierno al cual se oponía, y que, hay que decirlo, gozó siempre de la simpatía de la mayoría de las élites latinoamericanas, muy devotas de los actos heroicos.

Su vida no estaba dedicada a una verdad que nadie quería escuchar, sino a vivir y a mejorar y a tratar de ayudar a su familia que había quedado en la isla, sin que el tampoco pudiera comunicarse mucho con ellos, pues estaban en una dura realidad pero altamente mediatizada por el discurso político totalitario cantado a toda hora desde todas partes. Tratar de decirles cómo se vivía aquí, solo aumentaría su sufrimiento. Entonces su vida estaba dedicada al acto, a vivir, a disfrutar de las ventajas que había aquí en ese momento, entre ellas la posibilidad de quejarse, por cierto. Pero no se dedicaba solo a lamentarse, no obstante que su crianza en ese infierno le hubiera dejado marcas indelebles. Cuando visité la isla y volví y traté de decir lo que había visto, me conseguí con la misma incredulidad, y el peligro de que se sospechara que me había “pasado al otro bando”, un bando que se convirtió apenas unos meses después, con los sucesos de abril de 2002, en el enemigo.

La de mi amigo es la opción que hay que preferir frente al lamento de la verdad. Es la opción del acto. Es lo que hacen quienes queman la moto de un ladrón en Los Ruices, o los vecinos de la Cota 905 yendo a una Defensoría del Pueblo parcializada a denunciar los atropellos cometidos por las fuerzas represivas con la excusa de “liberarlos” de una delincuencia con la que en el mejor de los casos han sido conniventes. Porque el acto no consiste en la aspiración de un despertar permanente, sino en decidirse a sostener la posibilidad de soñar de otra manera a la prescrita. Y por lo pronto en este país ese acto todavía puede tocar el ámbito de lo político. Por más que sepamos cómo se comportan nuestras autoridades electorales y judiciales e inclusive cómo fueron elegidas violando la Constitución, no nos han podido quitar la oportunidad de votar el próximo 6 de diciembre.

La época dorada de los humoristas, a los que no por casualidad se les permitió hablar y decir cuánto quisieran durante todo este tiempo, se acabó hace rato. Eran útiles mientras la catarsis de la clase media fue útil y existieron en un delicado equilibrio con una burocracia que tenderá a hacerse más protocolar y susceptible a la ironía conforme se le haga más difícil el control social. En esa disyuntiva ¿Se pondrán de parte de un superyó feroz que se lanza en contra de los atribulados, avergonzándolos por no inmolarse en nombre de sus ideales? ¿O seguirán usando la ironía para desenmascarar a un poder que se presentará cada vez más como una normalidad natural, dando lugar con la risa al pensamiento y al acto? Es decir, ¿Harán el coro con los que cantan el lamento venezolano de lo que se pudo ser, o contribuirán a superar lo que nunca fue para que vayamos en pos de las posibilidades inmanentes que descubre el acto?

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