sábado, 7 de febrero de 2015

Transformación de la sociedad venezolana: cómo llegamos a la crisis



Ponencia presentada en el 1er. Congreso Familia Venezolana y Sociedad

Nuestra exasperante situación actual no nos privará de pensar sobre los determinantes que nos han traído hasta ella. Mucho más ante el peligro que corremos de producir actos irreflexivos tanto a nivel colectivo como individual que pueden ser sumamente costosos.

Hay que comenzar por darle contexto a la que algunos ya ven como la más grave crisis por la que ha pasado nuestra sociedad, al menos desde la muerte de Juan Vicente Gómez. No vamos a entrar aquí a especificar lo que ya se ha dicho acerca de nuestro destino de productores de materia prima y consumidores de productos industrializados. Vamos a subrayar que en ese momento los productos agrícolas estaban siendo sustituidos por la riqueza petrolera. Aunque se trata siempre de la renta, antes teníamos una riqueza producida por entidades privadas y luego una que en virtud del derecho español heredado es propiedad del estado, que la hizo explotar primero mediante concesiones y luego directamente. También hubo un desplazamiento en otro sentido: la riqueza agrícola se hacía de una manera que podríamos llamar atávica, mientras que la riqueza petrolera requiere del desarrollo tecnológico.

Con este nuevo comienzo producto del acontecimiento “Barroso 2”[i], nos reintegramos en el mundo, cumpliendo los papeles heredados de los siglos de la conquista, la colonia, y el imperialismo propiamente dicho. Pero mientras el estado venezolano se hacía más poderoso de lo que nunca fue en nuestro territorio, unificándolo tardíamente, se estaba operando una de las más grandes transformaciones que ha visto la historia de la humanidad.

Una serie de dispositivos jurídicos había comenzado a fraguar una humanidad nueva, un universal concreto que si bien había sido preparado por el cosmopolitismo de la belle epoque, el internacionalismo proletario de los movimientos comunistas y la constante ruptura de fronteras del mercado mundial, los superó con creces. Se trataba de la emergencia de una nueva categoría ontológica de lo humano. Un nuevo universal concreto que transformaría nuestra existencia de sujetos de derecho y súbditos de un estado, en sujetos con derechos inmanentes generalizados. Es la sustitución de la preeminencia del estado nacional que nace con el absolutismo, por el régimen de los derechos humanos.

Para dar cuenta de este cambio, en los años 70 Foucault introdujo la distinción entre una sociedad disciplinaria y una de control. Se trataría en este último caso de un poder dócil que conjuga las estrategias que operan sobre sujetos abstractos de derecho con las que operan sobre cuerpos vivientes que se categorizan siguiendo esquemas extraídos de su propia taxonomía. La física del absolutismo, combinada con la biología de la democracia. Un poder que, aunque siempre tiene a mano la represión policial, se organiza según el paradigma de la seducción cotidiana de la mercadotecnia. Una nueva clase de poder sobre los cuerpos, que él denomina el biopoder.

Pero ya Lacan en los años 30 había inaugurado su obra con la idea de una declinación de la función paterna. En la sociedad disciplinaria, que es la última etapa de la sociedad patriarcal, la familia había sido ya reducida a su mínima expresión como familia nuclear constituida por padre, madre e hijos, en la sociedad de control queda radicalmente comprometida la jerarquía inamovible que instituía el pater familias.

Con su emergencia este nuevo sujeto añade al derecho que le da nacer en un territorio y pertenecer a una nación, la inmanencia de sus derechos por nacer humano. Un tener derecho porque sí lo conmina a cuestionar constantemente los grandes relatos que habían organizado la psicología de las masas durante el tiempo anterior. Líder de sí mismo, sólo aceptará un mando que venga de alguien como él, que sea capaz de llevar hasta las últimas consecuencias el goce al que cree tener derecho. Este líder no podrá ser más el hombre excepcional, separado de su cuerpo por el bien de la polis. Antes bien el hombre común, capaz de hacer vibrar la polis con la música que sale de las reverberaciones de sus propias pulsiones. Se trata de tomar al padre exactamente por su reverso, por el sesgo propio por el que puede hacerse o no vehículo de una ley que se había transmitido sin ninguna variación por generaciones.

Como habíamos adelantado, Lacan propone la noción de la declinación de la función paterna que luego se transformará en pivote del psicoanálisis de nuestra época, apenas tres años después del fin de la época de Juan Vicente Gómez, cuyas fechas de nacimiento y muerte de manera sospechosa coinciden con las del padre de la patria. Ya Gómez había significado tanto el punto final del caudillismo y la institución del moderno estado venezolano, como de los atavismos que se establecieron al constituirse. Modos de funcionamiento entonces que se agudizan y se disimulan a partir de allí, y que en épocas de crisis como la que nos toca vivir se vuelven exasperantes, emulan el movimiento por el cual luego del régimen del padre queda para el neurótico su síntoma guardando para aquél su función de mito, sea para agradecerle, sea para achacarle las taras que le impedirían acceder a lo que nuestra época le hace pensar que tiene derecho.

Si la declinación del padre implica la emergencia del síntoma, podemos pensar entonces a una democracia como un síntoma, es decir como un modo de funcionamiento más o menos contingente. Se nos antoja siempre como demasiado dispuesta a entregarse a lo que retorna prometiendo devolver al padre a su lugar preeminente. Pero este es un lugar que ya no se encuentra vacío, como quedaba vacío cuando el rey moría.

La democracia despliega sobre el estado anterior las perfecciones de las que sabe que adolece y entonces un rey tan bueno no puede sino haber sido asesinado, porque la muerte por el pecado ha entrado al mundo y no puede ser que ese padre idealizado de pura muerte haya muerto. Por ello no estamos dispuestos a poner en su lugar a cualquier rey bonachón, sino que, como en Hamlet, ante el asesinato del que todos somos culpables, tenemos la disyuntiva de conformarnos con un advenedizo más o menos incestuoso porque si no, si nos apasionamos con la verdad y la queremos decir toda, tendríamos que vérnoslas con el heredero que casi siempre resulta ser un tonto que piensa que debe cumplir literalmente lo que interpreta que era la voluntad de su padre. Por lo menos de Hamlet podemos decir que se hacía el tonto.

Si la democracia es un síntoma, es un destino de nuestra época. Un nuevo arreglo que está en ciernes, siempre precario, siempre a punto de perderse, siempre corrompiéndose. Siempre deslizándose a lo que en nuestro caso se llama “el caudillo”, que es ese vivo al que soportamos más o menos durante un tiempo en el lugar del muerto al que nadie tendría que tener derecho. Y como es un vivo[ii] nos dan ganas de matarlo de tanto en tanto, y lo más lógico es que él lo sepa. O es que no se atentó contra Rómulo Betancourt; y muchos festejaron, y todavía lo hacen, el intento de asesinato de Carlos Andrés Pérez; y durante el segundo mandato de Caldera era mucho el tiempo que nos preguntábamos si es que estaba vivo o muerto, cosa que al parecer él mismo no sabía con certeza. Y así llegamos a los grandes próceres de nuestro siglo XXI, cuya obsesión legitimadora nos ha permitido conservar por lo menos el derecho de votar, pero cuyo pavor al llamado magnicidio revelaría a cualquier psicoanalista la culpa que subyace a ocupar esta posición que hemos llamado la del vivo. Y hay que ver que ser el vivo en un estado sostenido por el excremento del diablo[iii] hace la diferencia. Y es con este vivo que estamos siempre identificados sea amándolo u odiándolo.

Nuestra posición de productores de petróleo nos juega una mala pasada cada vez que somos beneficiados por un incremento en los precios de esa mercancía, entregando todo el poder a una burocracia que no encuentra la manera de controlarse a sí misma. Los efectos de exclusión de la riqueza, que son seculares, echan por tierra cualquier intento de organizar una exigencia mayor de la que cualquier sistema que como sociedad hayamos ideado pueda metabolizar, perdiéndose en la entropía de la corrupción y el abuso de poder.

Esto no es diferente de lo que pasa con un sujeto que es continuamente traumatizado por algo en su cuerpo, que impone exigencias más grandes de las que puede con sus medios domeñar. Es un hecho de estructura que la invención de un síntoma venga en el lugar de los excesos que se desencadenan por la debilidad del orden del padre. Si como hemos dicho la democracia es un síntoma, llevará las marcas indelebles de la manera como se constituyó, de los compromisos a los cuales tiene que acceder para realizarse cada vez y por lo tanto su crisis no puede ser sino permanente.

Si la guerra social constituyó el signo distintivo del siglo XIX, y no sólo en Venezuela, la epidemia de neurosis a finales de ese mismo siglo la sustituyó. Es por el síntoma neurótico que se pone en escena un “no va más” que no puede tratarse con la religión, la política o cualquiera de los discursos que hasta ese momento habían tratado lo que no funciona en los seres hablantes. Desde el punto de vista del sujeto, la declinación del orden paterno, cemento tanto de la política como de la religión, puso al descubierto una serie de fenómenos que muy probablemente siempre habían estado allí, pero cuyo sin-sentido no le habían planteado nunca retos semejantes.

Esa es una emergencia que no ha dejado de crecer. Pero desde otro punto de vista es también la emergencia de nuevos modos de hacer vínculo social, y de relacionarse consigo mismo. Con la declinación de la función paterna y sus dispositivos normalizadores, no vienen dispositivos igualmente eficaces ni que busquen los mismos fines de homeostasis social. Por el contrario, lo que viene en relevo impone exigencias crecientes de diferenciación y de homogeneización que redundan en un agravamiento de las condiciones de esos síntomas que los sujetos producen.

En manos de las corporaciones, de la mercadotecnia o de las burocracias las poblaciones ven elevadas las exigencias existenciales sin cesar, produciendose efectos de segregación, de exclusión, o de integraciones problemáticas que requieren a su vez el desmontaje de los últimos reductos del esquema tradicional de los vínculos sociales.

El desencadenamiento en el siglo XX de procesos totalitarios y más recientemente su sustitución por grandes movimientos fundamentalistas parece guardar semejanza con una reacción terapéutica negativa frente a la aceptación de la cura democrática que prescribe la declinación de la función paterna. Una huída hacia adelante disfrazada de vuelta a fundamentos ficticios, pues fetichiza un saber que no puede leerse sino desde este momento, que redobla las grandes tragedias de nuestra época. Estos movimientos acaban cebándose en los derechos inmanentes y universales que le dan soporte al nuevo sujeto, porque es con los cuerpos vivientes, plenos de derecho, con los que se deleitan los canallas que hoy contestan la democracia.

Los efectos devastadores de la reacción a la cura por la reducción de los ideales, nos muestran que no es en los grandes relatos reaccionarios o en los grandes dispositivos corporativos o burocráticos que los sujetos encuentran un aliviadero y una solución a estas exigencias. Es en sus vínculos evanescentes y problemáticos, cotidianos y hechos a su medida que el sujeto va encontrando un acomodo precario, pero vital.

La democracia, el psicoanálisis y el síntoma neurótico, con sus debilidades testimonian de la debilidad del viviente y le acompañan en su patético empeño en mantenerse así pese a tener todas las probabilidades en contra. El psicoanálisis permite que el síntoma neurótico pase de una enfermedad de la cual el sujeto trata de desembarazarse a una solución. Un modo sui generis de producir esas nuevas maneras de vincularse que brindan vacuolas donde puede separarse de las grandes exigencias de unas fuerzas que no están bajo su control ni siquiera como ciudadano de un estado, pues se trata de procesos que arropan a países y a continentes enteros. Para que esta operación sea posible el vivo debe acceder a dejarse destituir, no en virtud de ninguna mortificación legalista, sino mediante el uso de la libertad de la palabra que prescribe el dispositivo analítico y que sólo es posible bajo alguna forma de democracia.

Es adviniendo un sujeto a su lugar de viviente, irrepetible pero evanescente, como la democracia, el psicoanálisis y el síntoma neurótico encuentran su realización, y se convierten en una forma de cura cuya condición es no suturar la herida.



[i] Nombre de pozo petrolero que al reventar en 1922 revela el potencial petrolero del país.
[ii]Vivo” obviamente se opone a muerto, pero hace un equívoco con la expresión “ser un vivo” con la que los caraqueños designamos a los pícaros y aprovechados.
[iii] Célebre expresión que usó para referirse al petróleo hacia el final de su vida Juan Pablo Pérez Alfonso, quien fuera Ministro de Petróleo de Rómulo Betancourt y fundador de la OPEP.

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