martes, 7 de octubre de 2014

Querido Profesor Mires:

He leído atentamente su columna, como lo he hecho desde hace varios años, esta vez denominada "Venezuela Anómica". En primer lugar, dedicarle unas palabras de agradecimiento por la atención que presta desde hace tanto tiempo a Venezuela y a las luchas de los venezolanos, a nuestra resistencia. Cuando este momento haya sido superado, sin duda recordaremos a gente como usted, que no abunda, que desde fuera vieron con estupor y tratando de entender lo que a nosotros mismos nos cuesta entender. Por lo menos yo se que lo recordaré, pues entender es imprescindible para el cálculo colectivo del acto necesario.

Esta columna en particular me probó lo hondo que ha calado nuestro país en su pensamiento, de hecho apuesto por que marcará una línea a partir de la cual hay un antes y un después de las cartas que nos dedica. Por ello me pareció apropiado escribirle una carta.


Todavía recuerdo la viva y duradera impresión que como estudiante de Sociología tuvo en mí su excurso sobre la "pauperización" como un descubrimiento al cual primero su mismo descubridor Marx, y luego sus seguidores no hicieron caso por pesimista, en comparación con la luminosa fantasía de una proletarización que hacía factible la proximidad de una resolución final de las contradicciones de la Historia.

En la columna que nos ocupa, usted utiliza un concepto sociológico fundacional, que se forjó en medio de la segunda revolución industrial europea. Nada más apropiado para hablar de Venezuela, un país occidental, plenamente incluido en las fuerzas que en curso de globalizar lo occidental, reciben como su propio mensaje invertido, como diría Lacan, la fragmentación y difusión de los conflictos que lo particular produce ante el encuentro con este universal que todavía es sostenido solo por una parte.

Venezuela está en rebeldía frente a este universal desde 1989, cuando frente a unas medidas económicas, como las que por otra parte cimentan el milagro brasileño, chileno, ecuatoriano y peruano, nosotros decidimos que no. Que a nosotros no nos podían aumentar el precio de la gasolina en un país que se imagina chapoteando en charcos de petróleo. Que a nosotros no podían quitarnos los subsidios a los alimentos, a la educación y a la salud, cuando por las calles de la ciudad más moderna de latinoamérica corrían los automóviles de último modelo de las élites más encumbradas, de las cuales hay que decir que había serias sospechas de que fuera mayoritariamente con su trabajo como se convirtieron en tales. Que nosotros no íbamos a entrar en la normalización económica global luego de que nuestra clase media había prosperado por cinco décadas consecutivas, y se había convertido en el ideal de las clases populares, que habían visto cómo sus hijos o los de sus vecinos habían prosperado y habían alcanzado un nivel de vida semejante al de "las películas"; no íbamos a perder otra década de irrefrenable ascenso social.

Remolona, Venezuela se dedicó los últimos veinticinco años a no despertar de ese sueño. Chávez la acurrucó en los últimos tiempos, primero a la clase media, y con ella a las clases populares identificadas con ésta. Pues Chávez, como usted sabe, ganó con amplio apoyo por parte de las élites y además prometiendo que "todos seríamos clase media". Ésta se le volteó muy temprano, para lo cual él echó mano de la plaga que hoy llamamos "polarización", un verdadero apartheid con el que nos obsequiamos los venezolanos unos a otros cada día y que Chuo Torrealba acaba de calificar como "una estupidez masiva".

Y he aquí que, con la muerte del padre, llegó la hora del despertar. Sus herederos no pueden mover un dedo porque, más allá de las consideraciones crematísticas, eso significaría cuestionar al padre. Sus detractores nos dividimos este año entre los que nos negamos a identificarnos con el adversario muerto y entonces somos acusados de inactividad y los que no tardarán en ser idénticos a él, y por lo tanto son arrastrados a la violencia. Este cuadro no es fácil pues implica la desaparición de un padre de la horda que se dedicó a desmontar todo pacto simbólico societal y a sustituirlo con un sistema de prestaciones personales, al modo de un "despotismo asiático" como usted ha señalado, y se agrava pues su prematura muerte, más por denegada que por imprevisible, lo dejó sin heredero y, aún por lo menos, sin efectiva totemización.

Las guillotinas de la delincuencia común, de la organizada y de la estatizada, sumadas al disfuncionamiento cotidiano, la caída de puentes, los semáforos que no cambian de luz y el acetaminofén que no se encuentra, pueden llevarse por el medio a cualquiera, y mantienen en el más absoluto terror a todo el mundo, sin que haya necesidad de un poder central exterminador, como el que inventó el siglo XX. Más bien es un poder que pasa por tonto, dice sus tonterías mientras sigue la matazón. Sus seguidores siguen pensando que estos problemas provienen de la prehistoria, muy engelianos ellos, y que apenas (válgame Diós...) quince años de revolución no podrían bastar para ponerles remedio. Sus detractores en gran medida están muy distraídos en las redes sociales demostrando sus falacias, sus mentiras y su tontería. Destripando cada dicho, cada acontecimiento. Todos son detectives, todos son linguistas, todos son lógicos.

Efectivamente estamos ante un cuadro explosivo, incomprensible, asfixiante que anula casi cualquier cosa que pueda llamarse acto en el sentido político o ético del término. Hace poco Jacques-Alain Miller nos recordaba este pasaje de la "Fenomenología del Espíritu" donde Hegel habla de la libertad absoluta y del terror. ¿Estamos llegando al momento cumbre de la libertad absoluta hegeliana, donde en función de la abolición de cualquier jerarquía simbólica a causa de la generalización de lo útil, no queda más que la singularidad irreductible, por lo que la libertad absoluta es compelida a desembocar en la pura negatividad que es El Terror, y a cebarse en la singularidad? ¿Es esto lo que usted ha leído como anomia venezolana?

Es posible que así sea. A menos que esta singularidad irreductible haga síntoma y rompiendo con su pasión por la particularidad se haga valer. Pasando de una mortífera oposición al Universal a un modo propio de existir en él. Esta es la apuesta del psicoanálisis frente a este momento de la libertad absoluta, desligada, que es lo que Freud mostró como la pulsión de muerte. Porque ¿qué se iban a imaginar los franceses que estaban un día borrachos adorando a la diosa razón, mientras al día siguiente podían estar bajo la guillotina, que doscientos años después iban a ser este país que son? Francia, Alemania, Chile, la misma Argentina, tienen en común que cada una a su manera, pasando por momentos terribles, encontraron modos sintomáticos propios de funcionamiento. Porque el pacto simbólico no era más que un síntoma, es decir un modo de satisfacción, y una vez develado esto por el psicoanálisis queda mucho más claro a lo que hay que apuntar. No es a un nuevo pacto simbólico, sino a un nuevo funcionamiento sintomático, que reestructure las cargas que soportan sobre sí los seres hablantes singulares. Para esto ciertamente nos podemos servir de lo simbólico y de la política, pero sin esperar demasiado de ellos.

Como usted me mostró con su excurso sobre la "pauperización" en Marx, es necesario no hacerse el tonto con la otra alternativa, en nuestro caso que triunfe definitivamente la libertad absoluta. Pero Lacan nos enseña que lo real está del lado de lo que no se espera.


Quedo de Usted
Reiterando mis más profundos sentimientos de estima

Carlos Márquez

También en este blog:
Discurso del capitalismo contemporáneo y psicología de las masas

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